Ya pasaron 3 psicólogas, una amiga, y tarde o
temprano iba a tener que hablar de mi madre. Aunque hay mucho para escribir
acerca de ella, en esta oportunidad me voy a concentrar en un aspecto
particular de mamá: cuando se pone nerviosa, vomita; y suele hacerlo en las
situaciones con el peor timing del mundo. Por eso este ranking de las mejores
situaciones en las que mi madre…se puso nerviosa ;)
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Puesto 3 (“¿Justo ahí?”):
Yo era muy chico y, en familia, veníamos de
vacaciones desde San Bernardo, en el Toyota Carina color crema de la familia.
Después de una breve discusión con mi padre, mamá empezó a bajar la ventanilla
y cubrirse la boca. Todavía no avisaba, todavía no gritaba alarma. Nos
seguíamos acercando a Ramos Mejía y a cada cuadra, mamá se ponía más y más
pálida. Papá aceleraba y preguntaba: “¿Aguantás?”. Cuadra a cuadra, metro a
metro, arcada a arcada y el auto que no se detenía; y yo con mi hermano,
sentados en los asientos de atrás, sabíamos que tarde o temprano la explosión
iba a llegar. Hasta que en la puerta del garaje del edificio, mamá no pudo
contener el reflujo y vomitó sobre la caja de cambios del auto japonés. Lo que
parecía ser sopa se mezclaba con el color crema del tapizado. Recuerdo a mi
viejo pasando los cambios, mientras agarraba la húmeda y aún caliente palanca
de cambio, al grito de: “¡¿Justo ahí lo tenías que poner?! Con mi hermano no
parábamos de reírnos. El auto bajaba por la rampa, de regreso de vacaciones,
con un conductor enfurecido, una mujer descompuesta y dos niños diabólicos que
no paraban de reírse. Bizarro es poco…
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Puesto 2 (“El Gaucho Veloz”):
Yo tendría 8 años y habíamos ido en familia a
visitar México D.F, camino a nuestra vacación en Miami. En el trayecto se
perdió una de las valijas. Mi viejo enfureció y la altura sobre el nivel del
mar ayudó a que mi madre se empiece a descomponer. Primero se mareó un poco,
pero todos conocíamos la cara que ponía cuando algo no andaba bien. Salimos del
aeropuerto, subimos a un taxi y mamá comenzó a avisar que no se sentía bien. Mi
padre empezó a protestar y con mi hermano empezamos a reírnos, a sabiendas que
en breve el taxi explotaba en una eclosión de gritos paternos y restos de
comida de mi madre. El chofer del taxi, que se presentó como “el Gaucho Veloz”,
escuchaba las arcadas de mi madre y aceleraba cada vez más. El auto grande como
un Cadillac, avanzaba como un elefante esquivando ñus en una manada. Mi madre
estaba sentada detrás del conductor y el chofer – en vez de frenar (también
porque mi viejo le pedía a mi madre: “¡Aguantá!”), cada vez se hacía más
pequeño y aceleraba más y más a la espera del chorro en su nuca. “Que ya
llegamos señora, que ahorita estamos en el hotel!”, exclamaba el chofer.
“Aguantaaaa!”, gritaba mi viejo. “No doy más”, se quejaba mi madre. “Brrrrrrrrr”,
aceleraba el auto entre los millones de Volswagen escarabajos que había en el
D.F. “Hahahaha”, reían los demoniacos hijos. “Ya va a ver que soy el gaucho
veloz, que ya llegamos señora, ahorita estamos ahí”, dijo el conductor.
“Brrrrr”, aceleraba aún más y más….antes del estallido bucal. Finalmente mi
madre no pudo aguantar más y frenó el chorro con su paquetísimo vestido…justo
cuando llegábamos a la puerta del hotel 5 estrellas. El cuadro era el de un
marido enfurecido, un botones que llevaba las valijas y no sabía qué cara
poner, dos hijos pequeños que no paraban de reír de manera enferma y una abuela
que ingresaba al lujoso hotel con su mejor cara de póquer. Atrás quedó mi
madre, quien abrió la puerta del taxi, sacudió la cena del avión de su vestido
y entró última al hotel con decoración de ángeles y pianista con piano de cola,
con su vestido vomitado y un color oliva en tono…un cuadro de película
italiana…
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Puesto 1 (“En lo de Madonna”):
Mi padre quería hacer negocios en Miami. Así
conoció a Baruj que tenía una fábrica de chocolates. Mi papá consideraba
asociarse al hombre de ascendencia argentino-israelí para ser su socio en la
fábrica. Para continuar hablando de negocios, y afianzar los lazos familiares, Baruj
nos invitó a su casa para cenar con su familia: Sarah, Abigail y Edgar.
Cuando llegamos, Baruj le dijo a mis padres:
“Para los chicos preparé hamburguesas con papas fritas, pero para nosotros
tengo una comida típica judía que mi familia se arreglaba para preparar hasta
cuando estaban en los campos de concentración”. Yo creo que esa última frase
disparó en la mente de mi madre todo tipo de imágenes desagradables, vinculadas
a los lamentables campos de concentración de la Alemania Nazi. Nosotros comíamos,
ellos también…pero mamá hablaba y comía poco. Papá se retiro a hablar de
negocios con Baruj, nosotros jugábamos con Abigail y Edgar, y mi madre
intentaba relacionarse con Sarah. Minutos después del postre, mi papá dijo:
“Vamos que tu madre se siente mal”. Nos miramos con mi hermano a sabiendas de
lo que podía pasar…Cuando subimos todos al auto, mamá sola empezó a confesar
por qué se sentía tan mal: “Está bien comer comida típica, pero era necesario
hablar de los campos de concentración y de cómo se la rebuscaban para seguir
haciendo ese plato, no puedo parar de imaginarme todos cocinando ahí”…y
empezaron las arcadas. El “aguantá” de mi papá no se hizo esperar. Mi padre era
una especie de piloto de Fórmula 1 que iba pisteando por Washington Avenue
tratando de llegar lo antes posible al hotel. “Baja la ventana, toma aire”,
decía mi viejo sin parar de acelerar y pasar autos como si fueran conitos. “No
doy más Juan Carlos”, llegó a decir mi vieja antes que mi padre acelere una
última vez en Ocean Drive y cruce el auto en el estacionamiento, en el frente
de un restaurant, con todas las mesitas afuera. A metros del cordón, en el
paquetísimo restaurant de Madonna, en las mesitas de donde se reunía mucha
gente VIP de Miami, mi viejo frenó el auto, la puerta de mi mamá se abrió y mi
madre expulsó el plato típico que la Cole supo preparar en los campos de
concentración. Ante la mirada atónita de todos los presentes, mamá escupió una
última vez, cerró la puerta y mi viejo aceleró el auto, como un conductor de
auto de ladrones. El pato de mi madre quedó en plena vereda del hermoso resto
de Madonna Ciccone, ante la mirada asqueada de todos los comensales que
comenzaban a tomar una tonalidad oliva.
Hace poco, me enteré que mi madre estaba
invitada a un Bar Mitzvah, y con la ayuda de una amiga azafata, antes que se
vaya, le alcancé una bolsa de esas que hay en el avión, por las dudas ;)
Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Gustavo Sala.