Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

viernes, 29 de mayo de 2015

Simplemente Trish.

Trish tenía casi mi edad, se la veía bonita, rubia, de tez blanca, con buena piel, y sin mal olor, a pesar de vivir en la calle. Era parecida a la actriz de Drive. Me la crucé por primera vez en la calle Robson, la más chic de la ciudad, mientras yo hacía algo de shopping un sábado y ella pedía monedas con un vaso de plástico, envuelta en una frazada sucia, y con un gorro rojo de lana puesto en la cabeza.

Yo era un sudaca que había volado a Vancouver, estudiaba en un colegio privado por un mes, le prestaban un departamento, un celular y no la pasaba nada mal. Yo era un ciudadano de un país en desarrollo que vivía bien mientras que ella había nacido en un país desarrollado, donde solamente podía desarrollar más tristeza y soledad.

Me había anotado en un English College para pulir mi inglés nativo y estudiar Religiones Comparadas para lograr comprender más lo que nos une, y nos separa, de aquellos que se aferran fuertemente a una religión. Así fue como a diario caminaba cuarenta y cinco minutos de ida hasta el College, y cuarenta y cinco minutos, con temperaturas cercanas a cero grado, de vuelta a la casa que me habían prestado. A falta de correr (siempre entreno), prefería caminar para ejercitar algo e intentar quemar las grasas que injería vía burritos, pizza, noodles y otros tipos de comida chatarra. En esas caminatas conocí a Trish.

Trish paraba siempre en la puerta de una pizzería donde yo compraba mi porción casi diaria de pizza con pepperoni. Al principio sólo nos saludábamos con un “Hey” y yo le dejaba unas monedas y seguía camino. El tema de los homeless siempre me convocó, alrededor del mundo. Y con Trish me quemaba la cabeza el tema de los contextos. Cómo una persona en otro contexto sería otra persona completamente diferente.
Un día en vez de dejarle unas monedas, le pregunté:
-         Voy a comprar una porción de pepperoni. ¿Querés una?
-         Si pruebo otra porción más de pizza en mi vida, me suicido en serio (y me mostró unos cortes en la muñeca).
Me mató su humor negro. “Todo el mundo me ofrece pizza. Supongo que cuando quiera comer hamburguesas me tengo que ir a sentar a la puerta de McDonalds”, remató con una sonrisa la chica de pecas imperceptibles.
Compré mi porción y le ofrecí algo del mini-market de enfrente. “Por un burrito de microondas te cambio mi frazada sucia”, me dijo rebalsando de humor tragicómico. Le compré el burrito y otras giladas que me gustaban a mí. A partir de la novela gráfica Midnight Nation comprendí el concepto de la invisibilidad de los sin techo, y lo importante de hacerlos visibles y tener contacto humano con ellos. No pude evitar pedirle de sentarme a merendar con ella. Aceptó. “Tengo la agenda llena de propuestas de flacos lindos pero voy a hacer una excepción”. Tenía tanta onda…Todas las respuestas eran como sacadas de un guión de Cameron Crowe. Decidí seguir el juego y negar nuestras realidades dispares. Decidí que fuésemos amigos.
Me acuerdo que le dije: “Y entonces, ¿Qué pasó hoy?”, como si nos viésemos desde siempre. “Dos dólares y un burrito. Eso pasó hoy”, me contestó mostrándome el vaso de plástico con monedas sueltas. Me preguntó por mí, por mi acento, por mi realidad. Hablé poco, me daba culpa. No quería entrevistarla, no quería preguntarle mucho… hasta que me dijo: “Ahora viene la parte donde vos me preguntás cómo terminé acá”. Le sobraba onda. Me contó que venía de un “hogar roto” (hogar violento) y que se fue porque vivir en la calle era mejor que vivir ahí. Vivir en la calle lleva a entrar en una cinta de Moebius de la que no se puede salir: vivís en la calle, no podés conseguir trabajo por no tener un domicilio fijo, te vas a un refugio para gente sin techo, te maltratan quienes están en tu misma condición, volvés a la calle, te juntas con amigos de mala vida, volves a la calle…y así.
Tratábamos de hablar de otras cosas para no bajonearrnos. Así lo hacíamos casi a diario. Yo me compraba mi porción de pepperoni a las 5 de la tarde, le regalaba unos dólares, le ofrecía merendar algo del mini-market de enfrente, me sentaba a comer con ella y hasta le sacábamos el cuero a los que pasaban por esa calle cheta. “Vos no tenes derecho a cargarme a mí porque soy rubia y todavía tengo todos mis dientes”, me decía. “Todavía”, la gastaba yo. “Exacto, chico del acento raro”.

Mis amigos en la ciudad se preocupaban por mí. No entendían y temían que me hubiese enamorado de una homeless. No les entraba en la cabeza sentarse a compartir un rato con alguien sentado en la calle. Después de Diciembre de 2001, no me resulta nada extraño hacer una cosa así. 

Trish tenía un problema de adicción a la cocaína, no podía parar de aspirar con la nariz a cada minuto y mentalmente le costaba acomodar las ideas que me quería decir. Nuestros diálogos siempre dependían de su estado mental más o menos disperso. En inglés, como amigos que se sientan en la calle, me contó que el gobierno le podía dar un plan de ayuda, pero lo que le daban no le alcanzaba para comer y pagar la renta más barata de una pieza. Además no tenía papeles legales -los perdió, los vendió, no sé- y eso la complicaba mucho más, pero la gente la ayudaba, podía comer con lo que le daban por día y el resto se lo gastaba en vicio porque le costaba mucho salir de su adicción. “Tengo un pequeño agujero en el paladar porque la cocaína que a veces tomo es mala y me hizo eso. Así que ahora tengo un orificio más”, me dijo en broma con cara sexy. Cuando se reía hacía un ruido como a ronquido que aprendí a imitar y usar para gastarla de vez en cuando.

Me preguntaba por mis amigos, lo que había estudiado, cómo era Argentina, yo le preguntaba qué había hecho en el día, qué había pasado de interesante, yo era mucho más chico que ahora y me sentía impotente ante la situación; y estuve muy falto de ideas para hacer algo más. Sin embargo, hice lo que me salió; acompañé y le di mi amistad.

Eventualmente terminé de estudiar, tuve que devolver el celular y las llaves de la casa prestada y pasé a hablar una última tarde con Trish. Hablamos de no rendirnos, más allá de los contextos. No le dije que era mi último día allí. La saludé como siempre: “Nos vemos por ahí, homegirl”. “Home-less girl”, me corrigió en broma una última vez. Le sobraba onda y se rió con sonido a ronquido una última vez.


No hubo atracción, no hubo una historia sórdida de un amor en una frazada sucia, hubo vínculo, hubo amistad, hubo muchas tardes de compartir el frío and just hang out. Esta vez el relato no es gracioso, pero no deja de ser trascendente. Ella es una de las mujeres que pasaron por mi vida que nunca me voy a olvidar. Para muchos es el relato de la homeless de Vancouver, para mi es el de una amiga a quien no veo hace mucho, una amiga llamada simplemente Trish.





Texto: Leandro Paolini Somers.

Ilustración: Lea Caballero.