Trish tenía casi mi edad, se la veía bonita,
rubia, de tez blanca, con buena piel, y sin mal olor, a pesar de vivir en la
calle. Era parecida a la actriz de Drive.
Me la crucé por primera vez en la calle Robson, la más chic de la
ciudad, mientras yo hacía algo de shopping un sábado y ella pedía monedas con
un vaso de plástico, envuelta en una frazada sucia, y con un gorro rojo de lana
puesto en la cabeza.
Yo era un
sudaca que había volado a Vancouver, estudiaba en un colegio privado por un
mes, le prestaban un departamento, un celular y no la pasaba nada mal. Yo era
un ciudadano de un país en desarrollo que vivía bien mientras que ella había
nacido en un país desarrollado, donde solamente podía desarrollar más tristeza
y soledad.
Me había
anotado en un English College para pulir mi inglés nativo y estudiar Religiones
Comparadas para lograr comprender más lo que nos une, y nos separa, de aquellos
que se aferran fuertemente a una religión. Así fue como a diario caminaba
cuarenta y cinco minutos de ida hasta el College, y cuarenta y cinco minutos,
con temperaturas cercanas a cero grado, de vuelta a la casa que me habían
prestado. A falta de correr (siempre entreno), prefería caminar para ejercitar
algo e intentar quemar las grasas que injería vía burritos, pizza, noodles
y otros tipos de comida chatarra. En esas caminatas conocí a Trish.
Trish
paraba siempre en la puerta de una pizzería donde yo compraba mi porción casi
diaria de pizza con pepperoni. Al principio sólo nos saludábamos con un “Hey” y
yo le dejaba unas monedas y seguía camino. El tema de los homeless siempre me
convocó, alrededor del mundo. Y con Trish me quemaba la cabeza el tema de los
contextos. Cómo una persona en otro contexto sería otra persona completamente
diferente.
Un día en
vez de dejarle unas monedas, le pregunté:
-
Voy a comprar una porción de pepperoni. ¿Querés una?
-
Si pruebo otra porción más de pizza en mi vida, me
suicido en serio (y me mostró unos cortes en la muñeca).
Me mató su
humor negro. “Todo el mundo me ofrece pizza. Supongo que cuando quiera comer
hamburguesas me tengo que ir a sentar a la puerta de McDonalds”, remató con una
sonrisa la chica de pecas imperceptibles.
Compré mi
porción y le ofrecí algo del mini-market de enfrente. “Por un burrito de
microondas te cambio mi frazada sucia”, me dijo rebalsando de humor
tragicómico. Le compré el burrito y otras giladas que me gustaban a mí. A
partir de la novela gráfica Midnight
Nation comprendí el concepto de la invisibilidad de los sin techo, y lo
importante de hacerlos visibles y tener contacto humano con ellos. No pude
evitar pedirle de sentarme a merendar con ella. Aceptó. “Tengo la agenda llena
de propuestas de flacos lindos pero voy a hacer una excepción”. Tenía tanta onda…Todas
las respuestas eran como sacadas de un guión de Cameron Crowe. Decidí seguir el
juego y negar nuestras realidades dispares. Decidí que fuésemos amigos.
Me
acuerdo que le dije: “Y entonces, ¿Qué pasó hoy?”, como si nos viésemos desde
siempre. “Dos dólares y un burrito. Eso pasó hoy”, me contestó mostrándome el
vaso de plástico con monedas sueltas. Me preguntó por mí, por mi acento, por mi
realidad. Hablé poco, me daba culpa. No quería entrevistarla, no quería
preguntarle mucho… hasta que me dijo: “Ahora viene la parte donde vos me
preguntás cómo terminé acá”. Le sobraba onda. Me contó que venía de un “hogar
roto” (hogar violento) y que se fue porque vivir en la calle era mejor que
vivir ahí. Vivir en la calle lleva a entrar en una cinta de Moebius de la que
no se puede salir: vivís en la calle, no podés conseguir trabajo por no tener
un domicilio fijo, te vas a un refugio para gente sin techo, te maltratan
quienes están en tu misma condición, volvés a la calle, te juntas con amigos de
mala vida, volves a la calle…y así.
Tratábamos
de hablar de otras cosas para no bajonearrnos. Así lo hacíamos casi a diario.
Yo me compraba mi porción de pepperoni a las 5 de la tarde, le regalaba unos
dólares, le ofrecía merendar algo del mini-market de enfrente, me sentaba a
comer con ella y hasta le sacábamos el cuero a los que pasaban por esa calle
cheta. “Vos no tenes derecho a cargarme a mí porque soy rubia y todavía tengo
todos mis dientes”, me decía. “Todavía”, la gastaba yo. “Exacto, chico del
acento raro”.
Mis amigos
en la ciudad se preocupaban por mí. No entendían y temían que me hubiese
enamorado de una homeless. No les entraba en la cabeza sentarse a compartir un
rato con alguien sentado en la calle. Después de Diciembre de 2001, no me
resulta nada extraño hacer una cosa así.
Trish
tenía un problema de adicción a la cocaína, no podía parar de aspirar con la
nariz a cada minuto y mentalmente le costaba acomodar las ideas que me quería
decir. Nuestros diálogos siempre dependían de su estado mental más o menos disperso.
En inglés, como amigos que se sientan en la calle, me contó que el gobierno le
podía dar un plan de ayuda, pero lo que le daban no le alcanzaba para comer y
pagar la renta más barata de una pieza. Además no tenía papeles legales -los
perdió, los vendió, no sé- y eso la complicaba mucho más, pero la gente la
ayudaba, podía comer con lo que le daban por día y el resto se lo gastaba en
vicio porque le costaba mucho salir de su adicción. “Tengo un pequeño agujero
en el paladar porque la cocaína que a veces tomo es mala y me hizo eso. Así que
ahora tengo un orificio más”, me dijo en broma con cara sexy. Cuando se reía
hacía un ruido como a ronquido que aprendí a imitar y usar para gastarla de vez
en cuando.
Me
preguntaba por mis amigos, lo que había estudiado, cómo era Argentina, yo le
preguntaba qué había hecho en el día, qué había pasado de interesante, yo era
mucho más chico que ahora y me sentía impotente ante la situación; y estuve muy
falto de ideas para hacer algo más. Sin embargo, hice lo que me salió; acompañé
y le di mi amistad.
Eventualmente
terminé de estudiar, tuve que devolver el celular y las llaves de la casa
prestada y pasé a hablar una última tarde con Trish. Hablamos de no rendirnos,
más allá de los contextos. No le dije que era mi último día allí. La saludé
como siempre: “Nos vemos por ahí, homegirl”.
“Home-less girl”, me corrigió en broma una última vez. Le sobraba onda y se rió
con sonido a ronquido una última vez.
No hubo
atracción, no hubo una historia sórdida de un amor en una frazada sucia, hubo
vínculo, hubo amistad, hubo muchas tardes de compartir el frío and just hang out. Esta vez el relato no
es gracioso, pero no deja de ser trascendente. Ella es una de las mujeres que
pasaron por mi vida que nunca me voy a olvidar. Para muchos es el relato de la
homeless de Vancouver, para mi es el de una amiga a quien no veo hace mucho,
una amiga llamada simplemente Trish.
Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Lea Caballero.