Alguna vez en un ataque de osadía in
extremis me levanté una flaca en un supermercado. Cecilia era flaca, pálida y
rubia. Muy etérea, hermosa. Del tipo que un geek sólo puede soñar con
levantarse. Mi tipo de gente no se levanta a su tipo de gente. Jugábamos en
Ligas distintas. Sin embargo, como en la Copa Argentina , a
veces algún equipo de la B
(yo) hace transpirar a un equipo de Primera (ella).
Como buen neurótico y Bielsista del
Amor que soy, estudio variables y fórmulas para después aplicarlas; con el
menor grado de fracaso posible. Asi fue que una vez ví Arma Mortal 2 y una
escena en particular me llamó la atención. Me llamé a memorizarla.
Hace bastante tiempo atrás yo era el
editor part-time de una revista. Dicha publicación se enfocaba en cubrir la
“noche de Buenos Aires”. Esa revista era el capricho de la mujer del ex abogado
de la UAR. Nuestra
líder, y gorda mórbida a lo Wanted, capitalizaba la pauta publicitaria que
teníamos de Heineken. Teníamos cajones de cerveza en el pasillo y era costumbre
beber y escribir en la redacción, con la excusa de que todos teníamos
ascendencia irlandesa. La cuestión es que día por medio se nos acercaba la jefa
y nos decía: “¿No se comerían unas empanaditas de la Conti ?”. Siempre buscaba
complicidad y yo frecuentemente le decía lo mismo, con mi sonrisa de Gato
Chessire: “¿Invitás vos?”. Siempre invitaba ella. Así nos escapábamos de la
oficina con mi amigo Diego para “comprar las empanaditas que acompañan la
cerveza”. Íbamos a La Conti
y a veces yo iba a un supermercado, a comprarle sándwiches de miga a la jefa.
Un día fui solo al supermercado y me
pareció que una flaca me miraba…pero ¿Cómo carajos te levantas una flaca en un
supermercado? Me cagué, dormí; lo que la mayoría no asume. Dejas pasar la
oportunidad sólo porque estás en un lugar público, fuera de la convención
social…aunque ¿Qué carajos tiene de diferente que una flaca te mire en un
boliche/cumpleaños a un supermercado? Esa tarde compré los sándwiches de miga y
seguí con mi rutina de “Bon vivant editorial” (¿?).
A la semana volví al supermercado y
otra vez estaba esa flaca comprando, y me volvió a mirar. Ahora, para que yo me
de cuenta que me estaba fichando mal, tenía que ser muy evidente. Pero ¿cómo la
encaraba sin quedar como un perdedor absoluto? Solución: creerme ganador, proyectar
una seguridad inexistente, encarar con la escena memorizada de Arma Mortal 2 y
rezarle a todos los dioses del Olimpo para que no me de vuelta la cara. Así fue
que en dicho supermercado, y con los sándwiches de miga en la mano, arranqué
con un “Hola” y repetí casi palabra por palabra lo que había dicho Martin Riggs
en esa película (mientras le rezaba a todos los dioses de Asgard para que no
fuese cinéfila y recordase la escena):
-
Esos
tomates no están buenos seguro porque ponen los más viejos arriba de todo…
-
¿Sos
experto en tomates?
-
Nah,
se cosas. Como que esa es la comida del almuerzo y que no vivís por acá.
-
Metiche
– dijo con una sonrisa.
-
Almorzá
en el trabajo pero cená conmigo.
-
No
– dijo con otra sonrisa.
-
Dale,
¿conocés al restaurant definitivo?
-
No
– dijo intrigada.
-
Yo
si.
-
Claro,
vos sos el que sabe cosas. Mirá que no puedo comer cualquier cosa.
-
Comemos
lo que quieras. Dale, sé original, decí que sí.
-
Bueno,
vemos.
Tuve la suerte de que evidentemente
yo le atraía y pude llevar la conversación a dónde me convenía (porque siempre
tengo en claro que ustedes mujeres son las que eligen, nosotros sólo intentamos
participar, ni más ni menos). Resultó ser que Cecilia bailaba ballet en un
segundo elenco estable del Teatro San Martín. Casi todos los días iba a ese
supermercado a comprar algo para comer. No estudiaba, ni trabajaba de otra
cosa. Apenas comía. Su vida era el ballet. Después de estar un rato en la
redacción, y clavarme una Heineken de un litro con mi jefa, pasé a buscar a la
bailarina por el San Martín y nos fuimos hablando casi hasta Recoleta. No aceptó
cenar pero sí tomar un café en un lugar cerca de Santa Fe y Callao, que tiene
un semi piso de chapa, ideal para estar con una tímida (como Cecilia) o ir de
trampa. No te ve nadie y todos sabemos a qué vamos, porque las revoluciones se
tejen en otros ámbitos. Esa vez sólo tomamos café y hablamos. No hubo chape
pero sí me daba cuenta que me estaba estudiando. Me di cuenta que tenía chances
y relajé. Desde allí la acompañé hasta la parada de su colectivo e
intercambiamos números de teléfono.
Como esa primera salida había sido
durante la semana, y muy espontánea, quedamos de volver a vernos el viernes
(porque los sábados a veces meten mucha presión). Fuimos a los cines de
Recoleta a ver alguna película pochoclera y a la salida del cine chapamos.
Fuerte. Me acuerdo que parábamos a cada cuadra a chapar. Tenía un fuego interno
que no sólo se veía en la danza, y como pesaba muy poco, yo flasheaba con todas
las posiciones que podríamos llegar a hacer en un telo. Los buenos ganaban por
afano.
Le dije de ir a tomar algo pero me contestó
que no tomaba alcohol. Su carrera y nutrición venían primero. Chau a mis
oportunidades de que ella relaje y hagamos la parabólica humana en un telurio
de Recoleta.
Después del cine y muchas cuadras de
chape, fuimos a tomar algo no alcohólico y chapamos un poco más bajo techo.
Tanto chapamos que yo estaba más que listo a llevarla a un telo, pero cuando le
dije de ir a un lugar más íntimo, me contestó que todavía no. Ahí estaba la
diferencia entre nosotros y Mel Gibson con Patsy Kensit. Esa magia sólo aplica
a las películas. Sin embargo, siempre voy a estar agradecido por la escena del
supermercado.
Esa noche, el regreso a casa fue dolorosísimo.
Les recuerdo que el dolor de huevos en los hombres es verdadero. Cuando el
hombre se excita demasiado se genera una gran carga espermática en los
testículos. Esa sobre carga si no se libera se manifiesta como un intenso dolor
testicular, como si uno hubiese recibido una patada en las gónadas.
No sólo me dolía el área genital
sino que se había ramificado a la cintura y a la espalda. Asi que venía parado
en el colectivo 88, arqueado de dolor. Una hora de dolor de Once a Ramos Mejía,
donde todavía vivía con mis padres.
Cuando llegué al departamento, me dí
una ducha tibia, esperando que se calme todo, pero no. Mis huevecillos seguían
rígidos y me tuve que sentar en la bañera porque no toleraba estar de pie con ese
dolor de espalda. Cuando me senté, a solas, en el medio de la noche, y
conociendo la raíz del dolor, se me ocurrió que sólo quedaba una solución:
onanismo duchístico de emergencia. Asi que incurrí en el hábito que ningún ser
debería abandonar, y cuando creí que iba a poder liberar la sobre carga, cuando
estaba listo para enfriar el uranio enriquecido en mi planta nuclear testicular
a punto de estallar, mi vieja abrió la puerta del baño: “¿Lea, estás bien?”, me
dijo. Yo roté acostado en la bañera, de forma violenta hacia el otro lado. No
podía permitir que mi vieja viese el unipersonal a través del vidrio de la
mampara. “Sí, mamá, golpeá, what the fuck…”, gruñí. Madre se dio cuenta y sólo
tiró un: “Bueno che”. Quedé como el más pajero y encima por el shock, el
momento de Onan ya había pasado; y el dolor de huevos continuaba.
Una vez en mi habitación trabé la
puerta con algo, puse música para tapar cualquier exclamación, ubiqué la caja
de tisúes cerca y le puse fin a mi dolor. Maldita bailarina.
En la semana nos veíamos. Había
mucho café y chape. Cine y chape. Restaurant y chape. Pero de cojer ni hablar.
Una vez incluso le dije: “Te voy a llevar al lugar definitivo”, y la acerqué
hasta la puerta de un telo re lindo. Se puso sería y me dijo: “No. No puedo
correr el riesgo de que se rompa un forro, quede embarazada y me cague la
carrera”. Traté de dar explicaciones lógicas de que no iba a ocurrir tal cosa y
tal. Pero su miedo era más fuerte, así que seguimos hacia otro lugar a donde
comer, hablar, chapar, muchas veces más, y que me exploten los huevos en el
viaje de ida a casa.
Con el paso de los días pensaba que
en serio me iba a hacer mal seguir así, pensé en dejarla y especular con que al
abandonarla quizás se rendía y rompíamos todo un telo. Pero el destino
intervino. Ella recibió un llamado de N.Y. La habían aceptado para ser parte
estable en The Juilliard School. Un paso importantísimo en su carrera. Chau
Leandro y la franela.
Nos volvimos a ver, yo estaba con
los huevos llenos (literalmente) de que el tema no evolucione y ella estaba dispuesta
a terminar todo porque se tenía que ir “y no podía tener distracciones de
ningún tipo”. Hola, soy Juan Carlos Distracción. Asi que hablamos en un café,
más por protocolo que por sentimiento, y nos despedimos con un abrazo. Nos
mandamos mensajes de texto y algunos emails pero el tiempo mató todo…o al menos
eso creía yo.
Un día recibo un email en el que me
dice que cómo andaba yo, que había estado pensando en mí, en que lo único que
hacía ahora era dormir, comer y estar a pleno en Juilliard. Le faltaba su cuota
de salida, de rock y pensé en la heroica. ¿Por qué no pensar en la heroica?
Había hablado con un amigo de ir a
visitarlo a Canadá, y como nos pareció cool ir juntos al estreno de una de las
películas de El Señor de los Anillos, decidí sacar el pasaje rumbo a Vancouver
PERO con una escala en N.Y de cinco días. Mi idea era llegar, sorprenderla, que
salga todo bien, garchar, estar juntos ahí y después festejar con mi amigo en
Canadá tomando cebada como dos hobbits!
Me puse manos a la obra, tenía que
producir más dinero todavía. Todos mis bienes de capital superfluos fueron
vendidos a distintos amigos y casas de compra-venta. Además de dar clases de
inglés, empecé a traducir y escribir lo que me pidiesen, y no lo que me gustase.
Tenía que sumar dinero. Me quedaba con los vueltos, caminaba más, pedía aventones
con el auto, comía lo justo y necesario en la calle, y en casa de mis viejos me
comía todo. Estaba enfocadísimo. ¡La Bailarina era la final de Copa Argentina que no
podía desperdiciar!
Ella me decía que extrañaba estar
conmigo, se acercaba diciembre y la heroica estaba al alcance de la mano.
Imaginaba un garche furioso en su dorm
y salidas juntos por el Central Park. Como un Mascherano del ascenso, iba a
dejar la vida en ese partido.
Le dije que me iba a Vancouver a
visitar a un amigo e ir al estreno de una de las pelis de LOTR (todo cierto) y
que quizás le daba una sorpresa. Sus “hahaha”, me daban la pauta que no me
creía. Yo seguía pensando en la heroica a la Great Expectations , como si fuese un Ethan Hawke de
la B , con la
posibilidad de gritarle desde la calle: “I
made it, I really made it. Can we be happy now?”.
Llegué al aeropuerto JFK de N.Y,
pasé la aduana como nada, me fui a un hostel de YMCA, dejé mis cosas en un
locker, desayuné un café con un bagel y me fui hasta unos dorms donde vivían
las que estudiaban en Juilliard. Yo tenía la dirección por unas postales de
Star Wars que me había mandado. Previamente le había recordado que quizás iba a
recibir una sorpresa, y me contestó que le encantaban las sorpresas. Yo había a
mandado a cabecear a mi arquero al corner en el minuto 46 del segundo tiempo.
Mi arquero medía 2 metros .
Había peligro de gol. Había olor a hazaña. Me dirigí a dicho campus, pregunté
por Cecilia M., me pasaron un interno y hablé con ella:
-
Tenes
una sorpresa en el lobby.
-
¿Leandro?
-
Sí.
-
Voy.
La vi aparecer en el pasillo. La
imaginaba contenta, sonriente, sorprendida. Fue todo lo contrario. Estaba seria
y con un lenguaje corporal híper defensivo.
-
¿Qué
hacés acá?
-
Me
tomé una escala camino a Vancouver…
-
No
tendrías que haber venido, te dije que mi carrera…
-
Me
dijiste que me extrañabas, que no la pasabas bien, que extrañabas estar
conmigo…
-
Sí,
extrañaba eso, pero no te dije que vengas.
Me metí la sorpresa en el orto. Mi
arquero de dos metros saltó a cabecear esa última jugada, se quedó corto en el
salto, cayó torpemente y el equipo rival de contra golpe (y sin arquero) selló
la goleada en mi contra. Un papelón. Un boludo. Me recibí de Juan Carlos
Inflador Anímico y casi de psycho…
Salimos a caminar pero su lenguaje
corporal, y su diálogo telegráfico, eran más que claros: no iba a pasar nada.
Ni un chape. Adiós al garche furioso. Los equipos de la B no-ganan-finales de torneos
importantes.
Le dije que iba a estar 5 días más
en Manhattan, que si cambiaba de idea me podía llamar. Me dijo “bueno, vemos”.
Desde ahí me fui a las oficinas de Canadian Airlines a cambiar la fecha del
pasaje. No había disponibilidad, y si la hubiese, me salía más barato hacer
huevo en N.Y 5 días que volar antes.
Al otro día me escribió un email
larguísimo (casi de despedida) donde me decía lo genial que era yo y blabla, y
que ella no podía enamorarse o quedar embarazada porque su carrera venía
primero que todo. Perdí grosso.
Los próximos 4 días en Manhattan
fueron el horror: me metía en la computadora del lobby del hostel para ver si
había algún email más de ella, preguntaba en recepción si alguien me había
llamado. Las respuestas eran siempre negativas. Así que me aboqué a lo que no podía fallar:
ver cine, comer noodles y comida chatarra, y comprar comics. El llamado del
último día no llegó y el email tampoco. Los milagros se dan sólo en las películas. La heroica no había salido.
Mi amigo me esperó en el
aeropuerto de Vancouver y le quemé la oreja con el relato del estrepitoso
fracaso de los 5 días en N.Y. Después de eso nos fuimos a comer, beber y mi ánimo
cambió. Ver el estreno de ese capítulo de El Señor de los Anillos con mis
amigos canadienses fue la gloria y el mejor bálsamo del mundo, para un ego/corazón
roto.
Cecilia ahora está casada y
tiene dos hijos. Vive bien en Toronto. Algún flaco tuvo mejor timing que yo.
Nunca más volví a pisar New York, quizás ya sea hora de volver. El fracaso fue
rotundo, pero dejé todo.
Mirá si mi arquero la cabeceaba al
ángulo y era un golazo. ¡Qué glorioso! Pero no salió, si hubiese salido no lo
hubiese contado. Las victorias no son graciosas.
Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Cam Rapetti.