Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

jueves, 25 de agosto de 2016

La Bailarina.

Alguna vez en un ataque de osadía in extremis me levanté una flaca en un supermercado. Cecilia era flaca, pálida y rubia. Muy etérea, hermosa. Del tipo que un geek sólo puede soñar con levantarse. Mi tipo de gente no se levanta a su tipo de gente. Jugábamos en Ligas distintas. Sin embargo, como en la Copa Argentina, a veces algún equipo de la B (yo) hace transpirar a un equipo de Primera (ella).
Como buen neurótico y Bielsista del Amor que soy, estudio variables y fórmulas para después aplicarlas; con el menor grado de fracaso posible. Asi fue que una vez ví Arma Mortal 2 y una escena en particular me llamó la atención. Me llamé a memorizarla.
  
Hace bastante tiempo atrás yo era el editor part-time de una revista. Dicha publicación se enfocaba en cubrir la “noche de Buenos Aires”. Esa revista era el capricho de la mujer del ex abogado de la UAR. Nuestra líder, y gorda mórbida a lo Wanted, capitalizaba la pauta publicitaria que teníamos de Heineken. Teníamos cajones de cerveza en el pasillo y era costumbre beber y escribir en la redacción, con la excusa de que todos teníamos ascendencia irlandesa. La cuestión es que día por medio se nos acercaba la jefa y nos decía: “¿No se comerían unas empanaditas de la Conti?”. Siempre buscaba complicidad y yo frecuentemente le decía lo mismo, con mi sonrisa de Gato Chessire: “¿Invitás vos?”. Siempre invitaba ella. Así nos escapábamos de la oficina con mi amigo Diego para “comprar las empanaditas que acompañan la cerveza”. Íbamos a La Conti y a veces yo iba a un supermercado, a comprarle sándwiches de miga a la jefa.  
Un día fui solo al supermercado y me pareció que una flaca me miraba…pero ¿Cómo carajos te levantas una flaca en un supermercado? Me cagué, dormí; lo que la mayoría no asume. Dejas pasar la oportunidad sólo porque estás en un lugar público, fuera de la convención social…aunque ¿Qué carajos tiene de diferente que una flaca te mire en un boliche/cumpleaños a un supermercado? Esa tarde compré los sándwiches de miga y seguí con mi rutina de “Bon vivant editorial” (¿?).

A la semana volví al supermercado y otra vez estaba esa flaca comprando, y me volvió a mirar. Ahora, para que yo me de cuenta que me estaba fichando mal, tenía que ser muy evidente. Pero ¿cómo la encaraba sin quedar como un perdedor absoluto? Solución: creerme ganador, proyectar una seguridad inexistente, encarar con la escena memorizada de Arma Mortal 2 y rezarle a todos los dioses del Olimpo para que no me de vuelta la cara. Así fue que en dicho supermercado, y con los sándwiches de miga en la mano, arranqué con un “Hola” y repetí casi palabra por palabra lo que había dicho Martin Riggs en esa película (mientras le rezaba a todos los dioses de Asgard para que no fuese cinéfila y recordase la escena):

-          Esos tomates no están buenos seguro porque ponen los más viejos arriba de todo…
-          ¿Sos experto en tomates?
-          Nah, se cosas. Como que esa es la comida del almuerzo y que no vivís por acá.
-          Metiche – dijo con una sonrisa.
-          Almorzá en el trabajo pero cená conmigo.
-          No – dijo con otra sonrisa.
-          Dale, ¿conocés al restaurant definitivo?
-          No – dijo intrigada.
-          Yo si.
-          Claro, vos sos el que sabe cosas. Mirá que no puedo comer cualquier cosa.
-          Comemos lo que quieras. Dale, sé original, decí que sí.
-          Bueno, vemos.

Tuve la suerte de que evidentemente yo le atraía y pude llevar la conversación a dónde me convenía (porque siempre tengo en claro que ustedes mujeres son las que eligen, nosotros sólo intentamos participar, ni más ni menos). Resultó ser que Cecilia bailaba ballet en un segundo elenco estable del Teatro San Martín. Casi todos los días iba a ese supermercado a comprar algo para comer. No estudiaba, ni trabajaba de otra cosa. Apenas comía. Su vida era el ballet. Después de estar un rato en la redacción, y clavarme una Heineken de un litro con mi jefa, pasé a buscar a la bailarina por el San Martín y nos fuimos hablando casi hasta Recoleta. No aceptó cenar pero sí tomar un café en un lugar cerca de Santa Fe y Callao, que tiene un semi piso de chapa, ideal para estar con una tímida (como Cecilia) o ir de trampa. No te ve nadie y todos sabemos a qué vamos, porque las revoluciones se tejen en otros ámbitos. Esa vez sólo tomamos café y hablamos. No hubo chape pero sí me daba cuenta que me estaba estudiando. Me di cuenta que tenía chances y relajé. Desde allí la acompañé hasta la parada de su colectivo e intercambiamos números de teléfono.

Como esa primera salida había sido durante la semana, y muy espontánea, quedamos de volver a vernos el viernes (porque los sábados a veces meten mucha presión). Fuimos a los cines de Recoleta a ver alguna película pochoclera y a la salida del cine chapamos. Fuerte. Me acuerdo que parábamos a cada cuadra a chapar. Tenía un fuego interno que no sólo se veía en la danza, y como pesaba muy poco, yo flasheaba con todas las posiciones que podríamos llegar a hacer en un telo. Los buenos ganaban por afano.
Le dije de ir a tomar algo pero me contestó que no tomaba alcohol. Su carrera y nutrición venían primero. Chau a mis oportunidades de que ella relaje y hagamos la parabólica humana en un telurio de Recoleta.
Después del cine y muchas cuadras de chape, fuimos a tomar algo no alcohólico y chapamos un poco más bajo techo. Tanto chapamos que yo estaba más que listo a llevarla a un telo, pero cuando le dije de ir a un lugar más íntimo, me contestó que todavía no. Ahí estaba la diferencia entre nosotros y Mel Gibson con Patsy Kensit. Esa magia sólo aplica a las películas. Sin embargo, siempre voy a estar agradecido por la escena del supermercado.

Esa noche, el regreso a casa fue dolorosísimo. Les recuerdo que el dolor de huevos en los hombres es verdadero. Cuando el hombre se excita demasiado se genera una gran carga espermática en los testículos. Esa sobre carga si no se libera se manifiesta como un intenso dolor testicular, como si uno hubiese recibido una patada en las gónadas.
No sólo me dolía el área genital sino que se había ramificado a la cintura y a la espalda. Asi que venía parado en el colectivo 88, arqueado de dolor. Una hora de dolor de Once a Ramos Mejía, donde todavía vivía con mis padres.
Cuando llegué al departamento, me dí una ducha tibia, esperando que se calme todo, pero no. Mis huevecillos seguían rígidos y me tuve que sentar en la bañera porque no toleraba estar de pie con ese dolor de espalda. Cuando me senté, a solas, en el medio de la noche, y conociendo la raíz del dolor, se me ocurrió que sólo quedaba una solución: onanismo duchístico de emergencia. Asi que incurrí en el hábito que ningún ser debería abandonar, y cuando creí que iba a poder liberar la sobre carga, cuando estaba listo para enfriar el uranio enriquecido en mi planta nuclear testicular a punto de estallar, mi vieja abrió la puerta del baño: “¿Lea, estás bien?”, me dijo. Yo roté acostado en la bañera, de forma violenta hacia el otro lado. No podía permitir que mi vieja viese el unipersonal a través del vidrio de la mampara. “Sí, mamá, golpeá, what the fuck…”, gruñí. Madre se dio cuenta y sólo tiró un: “Bueno che”. Quedé como el más pajero y encima por el shock, el momento de Onan ya había pasado; y el dolor de huevos continuaba.
Una vez en mi habitación trabé la puerta con algo, puse música para tapar cualquier exclamación, ubiqué la caja de tisúes cerca y le puse fin a mi dolor. Maldita bailarina.

En la semana nos veíamos. Había mucho café y chape. Cine y chape. Restaurant y chape. Pero de cojer ni hablar. Una vez incluso le dije: “Te voy a llevar al lugar definitivo”, y la acerqué hasta la puerta de un telo re lindo. Se puso sería y me dijo: “No. No puedo correr el riesgo de que se rompa un forro, quede embarazada y me cague la carrera”. Traté de dar explicaciones lógicas de que no iba a ocurrir tal cosa y tal. Pero su miedo era más fuerte, así que seguimos hacia otro lugar a donde comer, hablar, chapar, muchas veces más, y que me exploten los huevos en el viaje de ida a casa.

Con el paso de los días pensaba que en serio me iba a hacer mal seguir así, pensé en dejarla y especular con que al abandonarla quizás se rendía y rompíamos todo un telo. Pero el destino intervino. Ella recibió un llamado de N.Y. La habían aceptado para ser parte estable en The Juilliard School. Un paso importantísimo en su carrera. Chau Leandro y la franela.

Nos volvimos a ver, yo estaba con los huevos llenos (literalmente) de que el tema no evolucione y ella estaba dispuesta a terminar todo porque se tenía que ir “y no podía tener distracciones de ningún tipo”. Hola, soy Juan Carlos Distracción. Asi que hablamos en un café, más por protocolo que por sentimiento, y nos despedimos con un abrazo. Nos mandamos mensajes de texto y algunos emails pero el tiempo mató todo…o al menos eso creía yo.
Un día recibo un email en el que me dice que cómo andaba yo, que había estado pensando en mí, en que lo único que hacía ahora era dormir, comer y estar a pleno en Juilliard. Le faltaba su cuota de salida, de rock y pensé en la heroica. ¿Por qué no pensar en la heroica?

Había hablado con un amigo de ir a visitarlo a Canadá, y como nos pareció cool ir juntos al estreno de una de las películas de El Señor de los Anillos, decidí sacar el pasaje rumbo a Vancouver PERO con una escala en N.Y de cinco días. Mi idea era llegar, sorprenderla, que salga todo bien, garchar, estar juntos ahí y después festejar con mi amigo en Canadá tomando cebada como dos hobbits!
Me puse manos a la obra, tenía que producir más dinero todavía. Todos mis bienes de capital superfluos fueron vendidos a distintos amigos y casas de compra-venta. Además de dar clases de inglés, empecé a traducir y escribir lo que me pidiesen, y no lo que me gustase. Tenía que sumar dinero. Me quedaba con los vueltos, caminaba más, pedía aventones con el auto, comía lo justo y necesario en la calle, y en casa de mis viejos me comía todo. Estaba enfocadísimo. ¡La Bailarina era la final de Copa Argentina que no podía desperdiciar!

Ella me decía que extrañaba estar conmigo, se acercaba diciembre y la heroica estaba al alcance de la mano. Imaginaba un garche furioso en su dorm y salidas juntos por el Central Park. Como un Mascherano del ascenso, iba a dejar la vida en ese partido.

Le dije que me iba a Vancouver a visitar a un amigo e ir al estreno de una de las pelis de LOTR (todo cierto) y que quizás le daba una sorpresa. Sus “hahaha”, me daban la pauta que no me creía. Yo seguía pensando en la heroica a la Great Expectations, como si fuese un Ethan Hawke de la B, con la posibilidad de gritarle desde la calle: “I made it, I really made it. Can we be happy now?”.

Llegué al aeropuerto JFK de N.Y, pasé la aduana como nada, me fui a un hostel de YMCA, dejé mis cosas en un locker, desayuné un café con un bagel y me fui hasta unos dorms donde vivían las que estudiaban en Juilliard. Yo tenía la dirección por unas postales de Star Wars que me había mandado. Previamente le había recordado que quizás iba a recibir una sorpresa, y me contestó que le encantaban las sorpresas. Yo había a mandado a cabecear a mi arquero al corner en el minuto 46 del segundo tiempo. Mi arquero medía 2 metros. Había peligro de gol. Había olor a hazaña. Me dirigí a dicho campus, pregunté por Cecilia M., me pasaron un interno y hablé con ella:

-          Tenes una sorpresa en el lobby.
-          ¿Leandro?
-          Sí.
-          Voy.

La vi aparecer en el pasillo. La imaginaba contenta, sonriente, sorprendida. Fue todo lo contrario. Estaba seria y con un lenguaje corporal híper defensivo.

-          ¿Qué hacés acá?
-          Me tomé una escala camino a Vancouver…
-          No tendrías que haber venido, te dije que mi carrera…
-          Me dijiste que me extrañabas, que no la pasabas bien, que extrañabas estar conmigo…
-          Sí, extrañaba eso, pero no te dije que vengas.

Me metí la sorpresa en el orto. Mi arquero de dos metros saltó a cabecear esa última jugada, se quedó corto en el salto, cayó torpemente y el equipo rival de contra golpe (y sin arquero) selló la goleada en mi contra. Un papelón. Un boludo. Me recibí de Juan Carlos Inflador Anímico y casi de psycho…

Salimos a caminar pero su lenguaje corporal, y su diálogo telegráfico, eran más que claros: no iba a pasar nada. Ni un chape. Adiós al garche furioso. Los equipos de la B no-ganan-finales de torneos importantes.
Le dije que iba a estar 5 días más en Manhattan, que si cambiaba de idea me podía llamar. Me dijo “bueno, vemos”. Desde ahí me fui a las oficinas de Canadian Airlines a cambiar la fecha del pasaje. No había disponibilidad, y si la hubiese, me salía más barato hacer huevo en N.Y 5 días que volar antes.
Al otro día me escribió un email larguísimo (casi de despedida) donde me decía lo genial que era yo y blabla, y que ella no podía enamorarse o quedar embarazada porque su carrera venía primero que todo. Perdí grosso.

Los próximos 4 días en Manhattan fueron el horror: me metía en la computadora del lobby del hostel para ver si había algún email más de ella, preguntaba en recepción si alguien me había llamado. Las respuestas eran siempre negativas. Así que me aboqué a lo que no podía fallar: ver cine, comer noodles y comida chatarra, y comprar comics. El llamado del último día no llegó y el email tampoco. Los milagros se dan sólo en las películas. La heroica  no había salido.

Mi amigo me esperó en el aeropuerto de Vancouver y le quemé la oreja con el relato del estrepitoso fracaso de los 5 días en N.Y. Después de eso nos fuimos a comer, beber y mi ánimo cambió. Ver el estreno de ese capítulo de El Señor de los Anillos con mis amigos canadienses fue la gloria y el mejor bálsamo del mundo, para un ego/corazón roto.

Cecilia ahora está casada y tiene dos hijos. Vive bien en Toronto. Algún flaco tuvo mejor timing que yo. Nunca más volví a pisar New York, quizás ya sea hora de volver. El fracaso fue rotundo, pero dejé todo.

Mirá si mi arquero la cabeceaba al ángulo y era un golazo. ¡Qué glorioso! Pero no salió, si hubiese salido no lo hubiese contado. Las victorias no son graciosas.   



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Cam Rapetti.