Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

lunes, 29 de septiembre de 2014

La de la Bandeja.



Mi analista me decía que me debo ajustar no a una realidad general, si no a mi realidad: la de un joven burgués nacido en Ramos Mejía, criado en Miami que ahora vive en Belgrano. Al principio el término burgués me sonó peyorativo, pero como mi vida está atravesada por cierta comodidad, y relajo, poco a poco comencé a indagar si el término me era tan lejano.

Hace poco una amiga exaltaba las bondades de mi madre y yo le recordé que también puede ser una mujer que pisa fuerte…o pega fuerte. Tenía 4 años cuando un compañerito de jardín me invitó a su cumpleaños. No recuerdo dónde era, pero ponele que era en San Justo. Con sólo 4 vueltas alrededor del sol, antes de entrar a la casa de mi amiguito, me frené en la puerta y le dije a mi madre: “No quiero entrar”. “¿Por qué?”, preguntó mi mamá. “¿Tenés vergüenza?” añadió mi ilusa progenitora. “No, no quiero entrar porque son pobres”, fue mi respuesta…a los 4 añitos…y la piña que me dio mi vieja, todavía la siento en la mandíbula. “Vas a entrar y te vas a divertir, y te voy a venir a buscar último, hijo de puta”, entre piñas en la cabeza, patadas en el culo y tirones de pelo, fue como ingresé a dicho cumpleaños, en mi propio mar de llanto y aprendiendo desde los 4 que no siempre tengo que decir lo que pienso. Bueno, quizás era un poco burguesín en el jardín.

En la facultad tenía muchas amigas…con las cuales te acostas. De ese tipo. Y usaba la extensión de la tarjeta de crédito de mi viejo, cuando no tenía efectivo encima. En una época de buena racha, iba a un telo que tenía como nombre de fantasía: “Celta Hermanos”. Cuando mis viejos vieron que tenía mucho gasto en un recinto de ese nombre, un día me sentaron y me hicieron una especie de intervención de Alcohólicos Anónimos: “Flaco, te están llegando muchos gastos de este lado…¿Es un pub? ¿Tenés problemas con el alcohol? No chupes tanto, flaco”, me dijo mi viejo. Y yo tomaba, pero no por semejantes montos…hasta que me dí cuenta que era la firma comercial del telo y sonrisas de mis padres de por medio (tipo “ah, bien, el pibe la está poniendo seguido”), todo fue perdonado y olvidado. Sin embargo, y para que no gaste tanto, mis viejos me sugirieron que si quería traer chicas a mi habitación, me las podía garchar tranquilo y que ellos no objetaban nada. Y así fue, que comenzamos con una técnica de coexistencia con compañeras, y de pernocte en mi habitación: sea a la hora que sea (y cuando lograba arrastrar alguna hasta Ramos Mejía), yo ofrecía algo de tomar y cuando iba a la cocina, dejaba un cartel que decía: “No estoy solo”, para que mis viejos sepan disculpar cualquier sonido que salía de la habitación, o para evitar accidentes…pero todo sistema tiene su falla. Un día me olvidé de dejar el cartel, y cuando una compañera se quedó a dormir, después de unos revolcones nocturnos, nos quedamos dormidos…y a la mañana siguiente mi madre quiso ingresar en la habitación con el desayuno, como todas las mañanas. A mis 25 años (sí, siempre me llevaron el desayuno a la cama hasta ese mismo día, ok era/soy un burgués de mierda). Cuando mi madre ingresó a la habitación mi grito de: “¡No entres!”, no amedrentó a mi madre.
-          No voy a ver nada que no haya visto.
-          ¡No estoy solo mamá! (mientras la flaca se cubría con las sabanas).
-          ¿Pero y el cartel? ¿Por qué no dejaste el cartel? (con la bandeja en la mano).
-          Salí mamá, por favor.
-          Bueno chicos, ya está, les sirvo el desayuno y listo.
-          (“gracias, señora”, dijo mi compañera debajo de las sábanas).
-          ¡Saliiiiiii! (fue mi último grito).
-          Bueno, bueno, ya me voy que tanto escándalo.
-          (“ah, vos sos un nene bien, pero mal”, comentó mi compañera, o algo así).

Nos reímos un rato, salimos por la puerta del frente, mi vieja ni la vió. La acompañé a la parada del bondi…y a los días me tuve que comer EL gaste en la facu. Regresé a casa y tuve un breve pero definitivo diálogo con mi madre:
-          Mamá, lo de la bandeja no va más.
-          Pero te serví el desayuno toda la vida.
-          Mamá, no voy a desayunar más en la cama.

Entre sollozos mi madre lo entendió y la imagen que frágilmente construí de joven aventurero latinoamericano, se destruyó en el recinto universitario porque me olvidé de dejar el puto cartel. Con el tiempo me reencontré con…llamémosla Ana…nos llevamos bien hasta que nos dejamos de ver. Desde ese día y cuando nos vimos, nos reencontramos en telos, y en mi círculo familiar o de amigos, no le dicen Ana, ni la nadadora, ni la de pelo caoba: para todos es la del día de la bandeja ;)



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Colo Majox.