Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

jueves, 26 de junio de 2014

La de Cuba.


Durante muchísimos años trabajé en una empresa farmacéutica estadounidense en Argentina. Ese sitio fue como mi segunda casa por más de una década. Ahí tuve mentores, amigos y amores. Daba clases de inglés y hacía traducciones. Tuve demasiados alumnos, pero tuve una alumna en particular que me quemó el cerebro demasiado tiempo.

Llamémosla Marina, aunque ese no es su nombre. Marina se teñía de rojo, era hermosa, misteriosa, rarísima y una acuariana jodida. Solía venir a clase y cada vez que teníamos que tener “conversation” se quejaba de la falta de hombres, y de cómo era desafortunada en el amor. Para mí esa era una etapa donde casi todo lo podía, y particularmente con distintas mujeres: salía con chicas lindas, transaba con una en la máquina de café de la empresa a las 8 de la mañana, después me disputaba el amor de otra rubia…pero Marina era especial, y todos sabían que el mundo se frenaba cuando ella caminaba cerca. “Leito, se te nota mucho”, me llegó a decir una jefa…

Al menos en esa época vivía con la armadura puesta de que nadie, ni nada, me importaba, así que así creía pilotearla con Marina. Pero estaba muerto por ella. Flirteaba en clase, a veces hablábamos por teléfono, o nos mandábamos cosas por email, pero ella siempre con el freno de mano puesto, o con un “por ahora estoy con alguien, pero no soy feliz”.

Llegué a hacer estupideces como decirle: “cuando salgas de la facu de medicina, pasate por Notorius que queda cerca, voy a estar escuchando Jazz ahí” (y me iba de Ramos Mejía a Callao y Marcelo T. montado en la ridícula ilusión de que quizás aparecía, y obviamente jamás fue, y yo me volvía solo como el peor de los perdedores).

Incluso una vez existió una reunión extrañísima con la rubia que también me gustaba (estábamos solamente la rubia, Marina y yo), nos juntamos a tomar algo en casa de Marina, porque sí, y cuando Marina iba al baño, la rubia se me acercaba y me decía: “Marina tiene onda con vos, jugatela”, pero cuando la rubia se iba al baño, Marina venía y me decía: “la rubia tiene onda con vos, jugatela”. Me sentía pelota de beach volley.

Aunque era una etapa de cierto éxito femenino, la sombra del patetismo siempre me acechaba, así que hacía lo imposible para cruzármela en el pasillo, hablaba de lo que le gustaba, revisaba mi celular y mi email demasiadas veces. Muy en tono con uno de mis temas favoritos de Beck.

Hasta que una vez accedió a que nos encontremos en Ramos, en un bar, se la jugó y aceptó mi invitación número 114. Tomamos algo y transamos mal. Toqué todas las bases que se pueden tocar en un lugar público, en la oscuridad de un bar. Sentí que era el momento, pero esa noche no la quiso pasar conmigo; y al otro día (en la oficina) me dijo que seguía enganchada con el ex. Y me empecé a olvidar de ella, porque los “es una histérica”, “te va a volver loco”, de amigos y gente de la empresa eran demasiados. Salí con flacas e incluso tuve una conversación surrealista donde uno de mis mentores de la vida me dijo: “jugatela por Marina de una vez u olvidate para siempre, porque yo voy por la rubia, el que avisa no traiciona”. Y tenía razón, como la mayoría de las veces, porque con la rubia teníamos onda, pero Marina para mí frenaba las gotas de la máquina de café. Hay mujeres (poquísimas) que frenan el tiempo y te dejan en un estado de cámara lenta.

Así que antes de jugármela por otra flaca afuera de la empresa, tuve una última conversación con Marina donde le dije: “Fidel se muere, me voy a Cuba porque quiero estar en ese momento histórico. No le deseo la muerte, pero es como estar en la caída del Muro de Berlín de nuevo”….”yo también voy”, respondió, “encontrémonos allá”, remató, y a mí se me partió la cabeza.

A los pocos días le dije “yo llego a La Habana tal día”, ella me contestó: “yo llego ese mismo día a Santiago de Cuba, en la otra punta. Bueno, viajemos cada uno por su cuenta y nos encontramos en el medio de la isla, en Trinidad si querés”. Y sentí que estaba adentro de una película de Nora Ephron nuevamente, pero un poquito más socialista.

Si bien me fui a la isla honestamente de vacaciones, verdaderamente a estar presente en un momento histórico, también quería cruzarme a Marina y que hubiese magia. Emprendí el viaje, hice amigos de ruta, la pensaba a veces rumbeando mal con cubanos, a veces expectante de encontrarme en Trinidad, también pensaba que quizás no la veía, no sabía con qué me podía encontrar.

Así que seguí la realidad paso a paso y como Fidel no moría, relajé y sólo me dediqué a hacer turismo y esperar que llegase su email donde me decía dónde estaba. Chequear emails en la isla era difícil y carísimo, pero Marina todo lo valía. Fueron muchas las tardes donde a diario iba a ver si tenía algún tipo de indicio. Y finalmente el email llegó. Me decía de encontrarnos en tal casa de familia en la ciudad de Trinidad, tal día.

Tomé un micro, tomé una moto-taxi, quería llegar el día estipulado y que ningún contratiempo me evitase estar ahí. Lo que quería que ocurriese, estaba ocurriendo.

Así que hasta ahí llegué, nos encontramos…y la relación volvió a ser como era en clase, mezcla de amigos y de querer estar juntos pero sin animarse (al menos ella). Caminamos por la playa, hicimos buceo con snorkel y algo pasó en la arena, pero no todo. Me frenó con la excusa de que ella quería estar sola (pero ya había hecho algo conmigo e íbamos a dormir en la misma habitación de la casa de familia…). Así que fluí, esperé, hicimos turismo, sacamos fotos y a la noche nos fuimos a cenar, bailar y tomar. Como no soy un gran bailarín, y venía peleando una batalla cuesta arriba, me encomendé a los poderes del Ron Cubano para que ella pudiese bajar sus defensas. Y nos entregamos al alcohol, nos reímos, bailé lo poco que pude…y se puso en pedo, mal, al punto de no poder caminar. La tuve que llevar a caballito hasta la habitación (donde yo esperaba juntar las dos camas de una plaza – sí, volví a apelar a la estrategia de Perú, nuevamente con desastrosos resultados), donde finalmente la acosté. Como pude, como quiso, se sacó la ropa y se metió en la cama. Yo la cuidaba y me quería matar. Estaba durmiendo al lado de una mujer de la que estaba enamorado hace años, bajo el mismo techo, en la cama simple de al lado, y ésta estaba demasiado en pedo, era inmensamente histérica y era más difícil de derrotar que un cubano jugando al beisbol.
 
 
Me acerqué a la cama una última vez y le dije: “¿para qué me querías acá?”, “no sé” fue la respuesta, y su mirada me dijo que ya nada iba a pasar.

A la mañana siguiente, armé mi mochila, y sin enojarme ni reprochar, le dije que me volvía a pasar mis últimos días en La Habana. Ella, como si nada, me dijo que también iba para allá, pero a otro ritmo. Siempre a destiempo con esta piba…

Así que me fui, “nos vemos” (me dijo) y eventualmente volví a Argentina, con la gran experiencia de haber conocido Cuba, pero con otra desastrosa derrota amorosa.
 
Cuando regresé a la empresa, “la mesa de los galanes” (mis amigotes corporativos), me prohibieron seguir intentando, “olvidate, no podes ser el inflador anímico de esta piba”, fue una de las últimas grandes frases que me dijeron del tema.

Estaba listo a olvidarme, para siempre, hasta que mis amigos del barrio tuvieron una última idea, un último plan, una verdadera jugada “Hail Mary”. Como se aproximaba “La semana de la dulzura”, a los pibes del barrio, los de la primaria, con quienes tomaba birra y escuchaba música acostados en la vereda hasta la madrugada, se les ocurrió que la próxima vez que vea a Marina, tenía que poner en práctica la Operación Bon-o-bon. Me convencieron de que la próxima vez que la viese, me retire de clase y de alguna manera le acerque un Bon-o-bon. “Capaz que le tocas la última fibra sensible y ahora que están de vuelta, se da cuenta que realmente le gustas en serio”, dijeron.

Y así fue, así lo hice…y luego de ejecutar la tan sesuda operación, Marina a la próxima clase me dijo: “encontré lo que me dejaste, gracias”. Pero lo dijo con la cabeza gacha, con vergüenza ajena, como diciendo: “pibe, gracias por intentar, pero es al pedo”.

Llegué a la esquina del barrio, derrotado, y les conté a los pibes que la Operación Bon-o-bon no había funcionado. Y explotaron de la risa: “¡No me digas que lo hiciste, sos un boludo flaco! Era una joda que te hicimos para ver cuán hecho mierda estás. No te puedo creer que lo hiciste en serio”, me dijo uno. Todo había sido una joda interna de amigos y yo estaba demasiado mareado para ver que me habían hecho una joda. Y no me quedó otra que mirar todo desde afuera y reírme, de la situación con Marina, de la crueldad de mis amigos, y del ridículo que había hecho.

Hace dos semanas atrás, hablando de una flaca del presente, uno de esos amigos me dijo: “Mandale un Bon-o-bon”. Nos reímos media hora.




P.d: Fidel sigue vivo.
 
 
Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Colorada Majox.