Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

miércoles, 29 de junio de 2016

Jennifer y el Síndrome Batman.

Mi viaje a México es una parte fundamental de mi vida. Mi vida sin el paso por ese país, quizás, hubiese sido distinta, y no creo que para mejor; en mis vacaciones, en ese lugar, tomé muchas decisiones que hoy me definen como soy. Y a pesar de algunos errores, me gusta ser como soy.
Hace demasiados años (¿tantos pasaron?), junté dinero, ganas, y diagramé un viaje de mochilero desde D.F hasta Panamá City. Antes de irme, en una conversación informal con un amigo (el Hombre de la Pipa), me comentó que tenía amigos en D.F y que con placer me irían a buscar al aeropuerto. Mi amigo gestionó todo como intermediario, y un 15 de enero a la madrugada llegué a la capital de México. Sus amigos me fueron a buscar, éramos todos colegas periodistas. Por esos misterios de la vida, nos caímos bien y aún hoy día los considero mis amigos. El grupo estaba formado por Rodolfo, su mujer Gisella, y su amiga Jennifer. Rodolfo, ya en el auto y rumbo a mi hostel, medio que me armó las actividades a realizar en D.F. Yo me dejé llevar, porque había demasiada buena onda, y porque creo en el destino. En esa madrugada helada me dejaron en el hostel, detrás de la Catedral (el mejor hostel en el que me haya quedado), y pactamos volver a vernos en unas horas.
Ese mismo sábado por la mañana, primero me pasó a buscar por el hostel Jennifer, y en media hora me gustaba todo sobre ella. Era inteligente, ocurrente, rea y sofisticada a la vez, toda interesante. Jennifer es mexicana de ascendencia japonesa. Habla y piensa como mexicana pero podría tranquilamente vivir en Tokyo. Le sobraba coolness, me parecía muy linda y yo pensaba (“qué buena que está, qué cagada que en unos días me voy…”, iluso, la vida te da sorpresas…). Más tarde llegó Rodolfo y los tres nos fuimos a tomar tequilla a un bar donde sólo se bebía eso; a metros del hostel, también detrás de la Catedral. Así empezó mi viaje, desayunando tequilla en D.F, rodeado de gente muy querible. Tomamos Tequila Torito con bifes con cebolla y ajíes. De ahí nos fuimos a un comedero a tomar cerveza, comer algo más y seguir hablando, hasta el final del día. Rodolfo era genial y Jennifer rebalsaba magia. Éramos un trío de proto revolucionarios que íbamos a cambiar el mundo a fuerza de nuestros teclados, cervezas y coraje. Vaya que el pasado es nostálgicamente hermoso, a veces. Con Rodolfo me sentía hermanado y Jennifer me encantaba. Todo eso en el primer día.

El domingo, luego de unas visitas turísticas, nos fuimos a la casa de los padres de Jenn, donde comí el mejor mole con pollo, arroz y frijoles de todo México. Bajamos todo con un poco de pulque y arrancamos para Coyoacán, que lo recuerdo como una buena mezcla de Recoleta, San Telmo y Coconut Grove. Para concluir ese día, cené solo en uno de mis lugares favoritos de D.F: el café-cantina El Café Popular, que está a pocas cuadras del Zócalo. Allí pensaba en mi vida, que estaba algo a la deriva, y en esta flaca que de la nada había aparecido y me parecía tenía onda conmigo. No sabía si era simple curiosidad o si realmente le gustaba. Las cervezas habían sido muchas y mi auto estima no siempre fue genial.

Uno viaja para conocer pero también para huir. Yo había terminado de cursar la Universidad y había terminado una relación. Yo quería viajar y ella se quería casar, ahorrar para un auto y una casa. Diferencias irreconciliables. Por eso terminé en México mochileando. No te enamores del Che y le quieras afeitar la barba, porque seguramente va a terminar peleando en el Congo y vos vas a pasar a ser un recuerdo. Desde esa relación (y si quieren atar cabos, estoy hablando de la de Tu Nombre en Clave es Armario), no había estado con nadie, ni quería. Pero apareció esta flaca mexicana y todo me maravillaba. Además me sentía muy cómodo en D.F. Caminaba, sacaba fotos, escribía, comía, visitaba lugares. Durante el día yo era un turista más. Pero por las noches aparecía ella, como una Mina Harker vampira de la que no podía, ni quería huir. En algún momento tenía que seguir viaje rumbo a Centroamérica, pero ahí sólo quería estar con ella, caminar, hablar huevadas, estar me alcanzaba.
Al tercer día de vernos, no tenía planes y le dije que yo iba al cine, y que si quería me podía acompañar. Fuimos juntos. No sabía si pasaba algo, éramos sólo amigos pasando el rato pero me relajaba porque habíamos pasado mucho tiempo juntos, y no podía ser tan hospitalaria. Si la avanzaba y me rechazaba siempre podía huir a la mañana siguiente. Después del cine, nos sentamos en una fuente y empezamos a chapar. D.F había dejado de ser frío, el mundo se había vuelto cálido nuevamente. Punto para los buenos.
Yo estaba casi graduado de la Universidad (sólo me faltaba el título por la tesis pendiente) pero sentía ganas de largar todo y quedarme en D.F. Lo loco es que no estaba solo. Jennifer estaba tan enganchada como yo. Todo era mágico y yo estaba mucho más permeable, porque desde la fuente me manejaba como si fuese mi chica e íbamos de la mano al cuarto día (ah, la juventud y la pasión, sin el cinismo de la edad!). Así eran mis días, recorría D.F por el día y por las noches paseaba con Jennifer. Eran días épicos. El futuro era enorme y yo me le reía en la cara, temerario.

Con Rodolfo y Gisella, decidimos ir los cuatro juntos rumbo a Acapulco, ya que yo debía viajar rumbo al sur. Sin hablarlo, volaba en el aire que iba a ser mi primera noche con Jenn. Mi primera noche después de bastante tiempo sin estar con nadie. Preparé mi mochila de mochilero y ellos su equipaje. Nos subimos los cuatro al micro y el destino quiso que con Jenn tengamos los últimos asientos del bus. No pudimos esperar al hotel y en ese mismo micro estuvimos juntos hasta que ella tuvo la petit morte. Veníamos muy bien. Yo no veía la hora de estar juntos en una habitación. En el hotel nos registramos en pareja y en la habitación nos empezamos a sacar la ropa casi con furia. Arrancamos, y estábamos en bolas…y yo no sé si fue el escuchar a mis amigos al lado a los gritos, o que hacía mucho tiempo que no estaba con nadie, o que me gustaba mucho, pero la cuestión es que no pude hacer nada. Nada convencional. Pasa. La remamos, no hubo caso. Ella dijo que no le importaba, que ya se iba a dar cuando me relaje, que me esperaba. Asi que sólo nos quedó recorrer la ciudad. En Acapulco hay de todo: bares para la elite y bares para el pueblo, la ciudad y sus playas no me mataron. Tengo grandes recuerdos de los tragos en Barbarojas, el pulpo enamorado, las caminatas por la playa…aunque hubiese preferido no conocer nada de eso y haberme quedado encerrado en esa habitación, todo el fin de semana.
Juntos, en la playa, le dije: “Mira que yo vivo bien en Buenos Aires pero no voy a trabajar toda la vida en una compañía. Eventualmente voy a dejar todo para enfocarme en ser escritor. Estas de la mano de un tipo que planea ser pobre”. En ese instante tiró una de las mejores frases que escuché en mi vida, una oración que denota amor, compromiso, riesgo: “Lea, contigo pan y cebolla”. Contigo pan y cebolla…ella estaba dispuesta a soportar una vida conmigo, incluso si yo estaba decidido a transitar un camino que sólo nos alimentaría con lo más básico. Y ahí me volví loco del todo y le dije: “Yo se que es una locura, pero…mudate conmigo a Buenos Aires. Venite a vivir conmigo”. Ella me abrazó y nos besamos. El puto mundo fue perfecto, en una playa, en México. Los buenos volvían a ganar, por goleada, al menos por un rato. 

Un 23 de enero arranqué en serio como Odiseo hacia lo que me quedaba de viaje, pero sin tripulación y dejando mucho atrás. Con el diario del lunes…creo que dejé demasiado. Nos despedimos tranquilos, con un beso casual porque íbamos a seguir hablando por teléfono, coordinando cosas. Yo mochilee por Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y finalmente Panamá. Fue un mes duro, de riesgo, aventura y privaciones; y del otro lado del teléfono, en las buenas y en las malas, estaba Jennifer, para alentarme, para darme fuerza. Conmigo pan y cebolla.
Volví a Buenos Aires y retomé mi vida corporativa. Le dije a mis padres y a mis amigos lo que íbamos a hacer con Jenn, y aunque todos me decían que estaba loco, nadie se opuso. ¡Que viva el amor! Pero el diablo siempre mete la cola, o el raciocinio.
Yo vivía muy bien solo y empecé a pensar en qué pasaría si me aburría a los tres meses. ¿Qué pasaría si no funcionaba? ¿Cómo le decía que se volviese? En Buenos Aires dejás de ver a alguien, y como mucho dejás de pasar por su barrio, o ir a ciertos bares. Pero con Jenn iba a ser diferente. Además, ella tenía un trabajo ideal: era periodista de hoteles y restaurantes. Visitaba sitios, escribía acerca de ellos y le pagaban. No había chance de que consiga eso acá, en Argentina. Y me cagué. Todavía me acuerdo el diálogo con mi amiga Ana cuando le dije: “Le voy a decir a Jennifer que no venga. Si viene le cago la carrera”. “Ya no podés hacer eso”, me contestó Ana. “I changed my mind”, fue mi última y lapidaria respuesta. Asi que llamé Jennifer. Ella ya notaba cierta frialdad en mis llamados y le expliqué que era una locura que deje todo por mí, que su carrera valía mucho más que venirse a Buenos Aires conmigo. “Es mi elección. Déjame tomar esa elección”, me dijo llorando. “No voy a ser el culpable de cagarte la carrera”, le contesté. Hoy estoy un poco más grande y me sorprende lo putamente frío que fui.
Entonces no vino. Se quedó allá y yo retomé mi vida acá. Cada uno tuvo sus parejas e hizo lo mejor que pudo de su vida…¿Fin? Not yet.

Ella vino años más tarde a hospedarse en un hotel en Buenos Aires, e iba a hacer una crítica acerca del mismo. Es el día de hoy que elijo creerle eso.
Me avisó y nos vimos. Nos pusimos al día de nuestras vidas. Charlamos, nos volvimos a reír juntos. La química estaba intacta y cuando salimos del café, la besé. Una vez más fui atrevido y me salió bien. Ella se quedó y chapamos un rato largo hasta que decidimos ir a un lugar más íntimo. Entramos a la habitación y rompimos todo…pero otra vez no pude combatir. Es la primera vez que me pasó dos veces con la misma mujer. Por el rechazo anterior y esta nueva imposibilidad de estar juntos, se lo tomó mal y creyó que era que ella quien no me gustaba lo suficiente. Ella se sintió horrible, desde lo físico y lo emocional, como que yo no la quería lo suficiente y por eso volvía a fallar. Yo en ese momento estaba atónito y sólo traté de contenerla. Hoy creo que el inconsciente me traicionó feo, porque me gustaba demasiado y me bloqueó como nunca antes. Asi que después de hablar muy poco, caminamos hasta el lujoso hotel donde se hospedaba y nos despedimos una última vez. En esa fría despedida, en la puerta del hotel, frente al obelisco, me dijo una frase que todavía me hace eco:
-          "Amor, a la larga te mata el síndrome de Batman”
-          ¿Cómo?
-          Sin darte cuenta, inconscientemente, es como si quisieses convertirte en tu héroe de la infancia: Batman.
-          No entiendo…
-          -Piénsalo, te gusta la buena vida, las mujeres, no le prestas mucha atención a tu familia y tus raíces, y la reemplazas con la familia que tu mismo sabes armar, que son tus amigos.
-          No es tan así…
-          Tú crees que al estar conmigo tienes que dejar todo eso de lado. Y no tendrías porque hacerlo, pero algo te impulsa a quedarte solo. Batman puede amar a muchas mujeres (y lo hace), pero hay algo que guarda dentro suyo: no se puede amar a si mismo, lo limita en la entrega que puede dar. Batman es la clase de hombres que jamás podría tener una relación saludable en su vida. No te conviertas en Batman.

Me bajó la cabeza y me dio un beso en la frente. Entró al lobby del hotel sin mirar para atrás. Yo me quedé mirando cómo se iba…solo, en la Ciudad Gótica de Sudamérica.

Estuvimos un tiempo sin estar en contacto, pero el tiempo nos reencontró a través de las redes sociales. Hace años que tiene una pareja estable y saludable. Alguien que le da todo, como debe ser el amor, con la entrega absoluta. “Contigo pan y cebolla”, están juntos y se la ve feliz.

Años más tarde, mucho más cercano a nuestros días, cené con El Hombre de la Pipa, su amigo y colega argentino. Le conté todo y tuvo una triste reflexión: “Eras distinto, eras más chico, no te la jugaste, siempre nos va a quedar la duda de qué hubiese pasado si tenían el polvo de la vida, o si al convivir acá todo se desmoronaba naturalmente, o fluía y seguían juntos…pero bueh, es contra fáctico, no tiene sentido pensarlo, tenes una buena vida al final, pero siempre nos va a quedar la puta duda”.


Yo me mudé de Ciudad Gótica. Ahora vivo frente al mar. Trato de aprender de mis errores y correr más riesgos, de vida y emocionales. Lucho contra el síndrome Batman todos los días.



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Martín Túnica.