Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

viernes, 23 de diciembre de 2016

La 77.

Vos no queres que la fiesta termine. Ella te encanta. Es más joven, linda, sexy, canta. Escribe canciones que son para vos. Te canta a vos. Pero no está con vos. Está por ahí, de gira. Y a vos te encanta. 
Cuando la podés ver siempre es a las apuradas, o algo malo pasa. También la ves y te sugiere tal o cual cambio. No tiene amigas y el mundo gira en torno a ella. Su familia está presente y se mete; hasta el primo se mete. Y vos estás ocupado en lo tuyo, pero siempre la tenes en mente. La ves en la tele. La ves en los posters. La escuchas cuando canta. Cuando te llama para que se vean, se frena el mundo. Te encanta mal.

Después está la otra. Es más joven que vos pero más grande que la primera. Es linda, seria, profesional. Se enoja con tu rock pero con el tiempo te das cuenta que le encantas. También te das cuenta que es ésta la que siempre está y se ocupa. Te quiere como sos. 

Las dos te quieren a su manera. Pero la primera duda, no está. La segunda siempre está. Para la primera sos un inflador anímico, un capricho. La segunda te quiere en serio y te sigue hasta las estrellas.

Vos sos un poco miope y tontolón, pero a la larga te tenes que dar cuenta. A veces al caminar juntos en una noche lluviosa, con una promesa de tomar té juntos, es más que suficiente para que te des cuenta que te tenes que quedar con la que sabe lo que quiere.

Quedate con la que te prepare un picnic en el parque y te espere todo el día. Quedate con la que piensa en lo que te gusta. Quedate con la que tenga amigas y un mundo propio. Quedate con la que compartas pasiones y con la que puedas vivir con diferencias. Quedate con la que respetes. Con la que mires y pienses: “Qué grossa”. Quedate con la que respete lo que para vos es muy importante. Quedate con la que no te quiera cambiar demasiado. Quedate con la que te quieras cojer en una escalera y en todos los ambientes de una casa. Quedate con la que quieras cuidar cuando se enferme. Quedate con la que te babea y se despierta con lagañas, y todavía te parezca cute.

La fiesta no tiene porque terminar. La fiesta la podes compartir con ella.


Para todas las Lisas del mundo. Ojalá que encuentren a su Rick, o lo que les guste.



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Lucas Varela.  



martes, 29 de noviembre de 2016

Bridget.

El padre de Bridget nació en Cork, Irlanda. Vino con su mujer embarazada para Argentina a trabajar en el campo, en una estancia con muchos inmigrantes irlandeses. Bridget fue concebida en Irlanda pero nació aquí. Fue una bebe de tez muy blanca, pelo negro azabache y ojos azules color zafiro.

Como sus padres y hermanos trabajaban en el campo, Bridget fue enviada pupila a una escuela. Pasó su infancia estudiando, rodeada de religiosos, y con poco contacto familiar de sus padres y sus 10 hermanos (de los cuales 8 eran varones). Comenzó a trabajar muy temprano. De adolescente ya cuidaba niños. Cuando no estudiaba, o trabajaba, su único refugio y escape era ir a la iglesia. Allí estaba aislada, en paz, protegida. No sufría su realidad.

Con el paso de los años comenzó a desear ser religiosa, pero si estudiaba y se convertía en monja, no iba a poder ayudar económicamente a su familia. Su tronco familiar se opuso y ella sintió demasiada responsabilidad. Negó su vocación religiosa. Estudió magisterio, mientras daba clases de inglés y cuidaba a los niños de las familias acaudaladas, en el campo donde vivía con su familia. Su máxima alegría continuó siendo el asistir a misa, estar entre pares, sentir que era parte de un todo más grande, encontrar un grupo de pertenencia. Bridget era muy infeliz, estaba siempre cansada. Lloraba en los rincones y en la ducha, para que no la escuchen sus jefes o familiares.

Eventualmente conoció a Tomás. Los dos iban a la misma iglesia, los dos eran de familia numerosa y descendientes de irlandeses. Se gustaron, se hicieron compañía, se besaron. Tomás se tuvo que ir a trabajar a otro campo y prometieron volver a verse, escribirse. Hasta tímidamente pensaron un futuro juntos. Intercambiaron muchas cartas. Pasaron muchos meses. Con el tiempo él dejó de contestar. Meses más tarde Tomás volvió al pueblo: casado con otra mujer, embarazada de unos pocos meses. Bridget quedó devastada. Encontró el refugio a su desconsuelo en la iglesia y en tener más trabajo todavía. Pasó a trabajar y vivir en la estancia de Don Bernardo Dugan, primero como niñera full time y eventualmente como institutriz de los hijos del terrateniente.

En un baile, a sus 20 años, conoció a otro Tomás. Al principio lo ignoró. Ese nombre le producía mucho dolor. Pero el nuevo Tomás era alegre, sonriente, alto, rubio, de ojos azules también y un gran bailarín. La hacía reír un poco y con esfuerzo Tomás se acercó a la vida de Bridget. Tomás era vendedor ambulante e iba de pueblo en pueblo. Ella no quiso tener nada serio con él porque el peregrinaje entre pueblos le traía malos recuerdos del Tomás anterior.

Tomás pasaba seguido por el pueblo, la buscaba y una noche estuvieron juntos. La invitó a huir de todo: de su familia, de sus responsabilidades. Le propuso casarse y comenzar de nuevo, en Buenos Aires. Bridget era muy infeliz y pensó que quizás con él, y con formar una nueva familia, podría ser feliz.

Se casaron y viajaron juntos a la Capital. Nunca miraron para atrás. Vivieron unos años alquilando una pieza en un conventillo cerca de la Plaza de Mayo. Tomás trabajaba como vendedor ambulante y haciendo changas. Eran pobres. Apenas tenían para comer. Juntos ya tenían una nena de pocos años y Bridget estaba embarazada de un varón. Una tarde, su situación de vida y financiera la quebró en llanto en plena Plaza de Mayo. Un hombre muy galante y de bigote fino se acercó e intentó consolarla:
-          Tranquila madre, ¿Por qué llora?
-          Estoy embarazada nuevamente y apenas tenemos dinero para pagar una pieza en la calle Defensa.
-          Tranquila madre, ya todo va a cambiar.
-          No sé cómo, somos muy pobres. Tengo miedo de no tener suficiente comida para darle a mi bebé. Encima mi marido no tiene trabajo estable y no podemos conseguir un crédito para un tener por los menos un ranchito.
-          Bueno, madre. No llore. Que su marido vaya a esta dirección mañana y vamos a ver de qué manera los pueden ayudar.
-          ¿Pero usted qué puede hacer? No se moleste…
-          Tranquila madre, que su marido vaya mañana y que diga que viene de parte de Juancito. Lo van a estar esperando. Ya todo va a cambiar. Buen día, madre.

El joven se alejó y Bridget se quedó sollozando. Por la noche le contó a su marido y le pidió que vaya bien arreglado a esa dirección en la tarjeta del Banco Hipotecario.

Al día siguiente Tomás se presentó lo mejor vestido posible, con ropa prestada de otros vecinos que no era exactamente de su talle. Mostró la tarjeta y dijo que se la había dado Juancito para que lo ayuden con un crédito para comprarse una casita, donde sea. La persona que lo recibió ya estaba informada que un joven vendría de parte de Juancito. Lo hizo sentar en un escritorio y comenzaron las formalidades para que se le otorgue un crédito hipotecario. Le sugirieron comprar tierra y construir en el oeste de la provincia de Buenos Aires.

Con el tiempo, el crédito sería aprobado. Bridget, Tomás y sus dos hijos se mudaron a Ramos Mejía. Allí compraron un terreno y empezaron a construir. Tomás volvió al Banco Hipotecario para agradecerle personalmente a quien le había facilitado el trámite del crédito. Quería conocer a Juancito. Los administrativos cortésmente le dijeron que Juancito estaba muy ocupado pero que había sido notificado que el crédito que él ordenó sea aprobado finalmente se llevó a cabo. “Nos hubiera dicho que era amigo de Juan Duarte”, le dijo un cajero. El hombre que se detuvo a consolar a una mujer embarazada que lloraba, no era otro que Juancito Duarte, hermano de Eva Perón. Bon vivant nacional y ángel de la guarda de esa familia.

Bridget (nuevamente embarazada) y Tomás pusieron una huerta y tuvieron gallinas en el fondo de su ranchito. Hacían trueque de comida y servicios con otros vecinos de igual condición social. Sobrevivían, pero ya con techo propio para recibir al tercer hijo del matrimonio. Con el tiempo Bridget tuvo y crió cuatro hijos: Lizzie, Tom, Michael y Jorge. Tom padre vendía sábanas en la calle o lo que pudiese para sobrevivir. Pobre, sí, pero siempre con una sonrisa brillante en la cara y sus aventurados pasos de baile.

Bridget seguía sufriendo porque había pasado de criar muchos hijos ajenos en el campo a criar muchos hijos propios en un nuevo campo (el terreno propio en la provincia de Buenos Aires). Su misión en la vida había sido criar hijos. Su único escape era ir a misa en el Colegio Don Bosco de Ramos Mejía. Su único descargo era llorar en la ducha. De niña. De adolescente. De joven. De grande.

La pobreza los abrumaba. Una navidad no tenían regalos para sus hijos y sólo les regalaron un tomate a cada uno, que comieron esa misma noche. Sin embargo, cuando alguien venía a la puerta a pedir comida, aunque no tuviesen mucho, al menos le servían una tasa de té caliente con un pedazo de pan. “Nadie se va con hambre de mi casa, ni siquiera de la entrada de mi casa”, repetía Tomás; con esa dignidad que sólo los menos favorecidos conocen.

Bridget tejía y vendía sus tejidos, generalmente acompañada de sus hijos. Cuando su hija mayor creció y se quiso casar, Bridget ya era una señora mayor y le advirtió a su primogénita: “No estés tan feliz, las mujeres están para sufrir y tener hijos”. Bridget no pudo abrirse paso en el mundo como mujer. Anheló ser monja y huir del devenir diario normal toda su vida. Lloró en los rincones, pasillos y en la ducha hasta sus últimos días.

Tom falleció cuando ambos eran ancianos. Entre los dos, como pudieron, criaron una familia numerosa que tuvo nietos. Todos con nombres y facciones irlandeses, los niños apenas le dibujaban una sonrisa. Su pasado le pesaba demasiado y eclipsaba lo que podría haber sido su futuro.

Bridget fue una buena mujer pero triste, que hizo lo mejor que pudo.

Bridget fue una de las mujeres de mi vida.


Bridget fue mi abuela.    



Texto: Leandro Paolini Somers.

Ilustración: Sole Otero.



lunes, 31 de octubre de 2016

jueves, 29 de septiembre de 2016

La Orgía Canadiense.

Vivía con La Innombrable y tenía que huir a Canadá. Un día sonó el teléfono y era mi amigo Juan desde Vancouver. Finalmente se casaba con su novia y me pedía que yo sea uno de los cinco padrinos de la boda. Sí, como en las bodas de las películas yanquis. Mi amigo Roberto también era uno de los padrinos. Roberto es argentino y vivíamos cerca. Se lo dije a mi concubina (otrora novia con quien estaba por separarme) y aunque la idea no le cayó bien (God forbid I ever feel happy about anything!), lo entendió y no puso muchos palos en las ruedas. 

Compré el pasaje con la tarjeta, confirmé mi asistencia y Roberto me comunicó que me iba a hospedar con él (en un hotel), en una habitación con una cama extra, para que no llore por los gastos. Cuando tenes amigos con guita y te bancan, es así.
El plan era quedarnos una semana. Todos los que asistíamos a la boda, pedimos una semana de vacaciones y viajamos desde distintas partes del mundo rumbo a Vancouver.
Junto a Roberto, Juan nos recibió en el aeropuerto y desde ahí nos fuimos a cenar con su futura esposa. La rutina de esa semana fue cenar todas las noches en un restaurante étnico distinto e ir conociendo a todos los invitados que se iban sumando, mientras hacíamos las prácticas de la boda (sí, con ensayo y todo. Una boda a todo culo).

Yo estaba tranquilo y sin pulsión de conquista. Los padrinos eran Roberto, Marcelo, David, Dexter y yo. El único canadiense era Dexter. Marcelo y David eran europeos. Con Roberto éramos la dupla argenta y los únicos solteros. En la segunda noche tuvimos una cena sólo para los padrinos, para que nos hiciésemos amigos. Durante el día descansábamos, hacíamos shopping y comíamos por ahí. En la tercera noche todo empezó a tomar envión. En esa cena nos juntamos padrinos y madrinas. Como estaban todos comprometidos, “el jueguito” era ubicarme a mí con una de las madrinas. Roberto no tenía que sufrir esa presión por ser gay. Adiós Roberto.
La cuestión es que me hicieron sentar cerca de las madrinas y resaltaban lo que yo hacía y era todo muy forzado. Me pusieron en oferta con un marcador fluorescente. Como parte de las madrinas había dos hermanas de la novia. Como ví venir la jugada, le advertí a mi amigo Juan: “No jodan que yo bardeo, te lleno a tus cuñadas de chirlos y al otro día no me acuerdo cómo se llaman”. Ahí un poco se calmaron pero otra de las madrinas de nombre Erica revoloteaba grosso. Erica era linda, piloto de aviones, pero no me convocaba del todo. Era un toque intensa y yo estaba en un friendgasm. Asi que decidí hacerme el dobolu hasta la noche de la fiesta.  Paso a paso.

Al cuarto día me ví con mi amiga Lara (la Klingon) y además de ponernos al día con nuestras cosas, seguimos con ese flirteo confuso en el que nunca se sabe si nos vamos a cuidar como amigos, o vamos a terminar transpirados uno arriba del otro. Como con la Innombrable me estaba separando, y venía bajo de garche, Erica era una posibilidad y Lara también. Pero antes de ejecutar esas posibles conquistas quería ver qué más me podía dar la boda (¿Por qué no ir por todas? Paja y porque fui/soy picky). Por la noche cenamos otra vez con los padrinos y madrinas de la boda, pero se sumaron más familiares y tanto Erica como Lara flirtearon grosso con unos chinos. China ataca Kamchatka y yo que por dormido e histérico me estaban por morfar el asado. Cocodrilo que duerme, se despierta billetera…Made in China.

En el quinto día hicimos fotos profesionales con el fotógrafo, y prueba de trajes. Además, hubo una gran cena familiar con todos los invitados a la boda. Erica me daba poca bola y Lara igual. Le comenté a Roberto que quizás por dormido me iba a ir de Vancouver sin garchar y me tira: “No si mi plan sale bien”. Ante mi cara de sorpresa, Roberto llama a todos los padrinos afuera y nos cuenta de su regalo para Juan: “Muchachos, como regalo para Juan y como actividad vinculante entre nosotros, mañana voy a pagar una limo para que nos lleve a un par de burdeles y luego nos vamos a registrar todos en una masiva habitación en el Sheraton. Ya pagué todo. Esa es nuestra despedida de solteros y todo vale. Lo que pasa en Vancouver queda en Vancouver”. Todos festejamos y abrazamos a Roberto! Robbie es un bon vivant, al mejor estilo Bruce Wayne. Es atlético, lindo, sumamente inteligente, tiene un hotel en Brasil…pero en vez de vestirse de Batman le gusta garcharse comisarios de abordo en los baños de los aviones, por ejemplo.

Al sexto día nos reunimos con los padrinos por la tarde en nuestra habitación del Sheraton. Tenía televisores, piezas separadas, un living, una mesa con comida y bebidas. La buena vida estaba ahí y se venía el reviente: Limo, alcohol, giras de burdeles, pole dancers! Empezamos a beber hasta que llegó el móvil y nos subimos ya un poco en pedo.

Cuando llegamos al teety-bar, encaramos para la mesa con la bailarina más linda. Una especie de Pam Anderson cuyo nombre artístico era Melissa Mayhem. Bailó pole dancing, le dimos billetes, bebíamos del bar de esa mesa del burdel, éramos el cliché de los yanquis burgueses descontrolados en un cabarulo, pero qué manera de divertirse!
Roberto, que a esta altura era el Mascherano de la joda, le paga un lap dance en privado a Juan (con Melissa) y todos nos quedamos intrigados. Cuando salió Juan de la sesión me dijo: “Nunca vas a tener una mujer así tan cerca, aunque no la puedas tocar te mereces un lap dance de Melissa Mayhem”. La encaré con un: “Do you mind giving me a lap dance as well?”, y Melissa accedió, como buena profesional. Me llevó a una especie de cabina, me hizo sentar, poner las manos debajo de mis piernas, cordialmente me dijo que no la podía tocar, que detrás del espejo había un guardia de seguridad y que disfrute del momento. Es raro. Porque tenes un minón descomunal rozándote y vos no podés hacer nada. Pero bueno, es como jugar los últimos cinco minutos de un River vs Boca en el Monumental, sin tocar la pelota. Algo es algo.

Cuando terminó el lap dance (imaginaba que estaban calmando al seguridad escala Bane detrás del espejo), salí con Melissa hablando de nuestras vidas en Argentina y Australia. Mel era de Sydney. Juntó a otras amigas bailarinas (todas bestias, a todas les tuvimos que pagar tragos) y nos pusimos a hablar de la noche de despedida de solteros, la boda, lo gastamos a Juan y las invitamos a la habitación del Sheraton. ¡Chicas vamos al hotel! (quizás las cosas con Erica no se tenían que dar, quizás debía ser sólo un amigo de Lara y evitar el garche, porque quizás se nos daba en grande finalmente y nos íbamos con unos minones a la suite del Sheraton!). Las chicas amablemente declinaron la oferta y nos dijeron que sólo bailaban. Morían mis esperanzas de revolcarme con Melissa. Y encima me imaginaba a los chinos comiéndose a Erica y Lara, y yo me iba a tener que volver a Buenos Aires sin una alegría a vivir unos meses más con una desquiciada.
Pero nuevamente se alza la figura heroica de Roberto. Nos vio borrachos y desilusionados, ante la negativa de las bailarinas, y nos dijo: “Salimos de acá y vamos a buscar otras chicas, pero en la calle y que sí quieran venir al hotel. ¡Al menos para Juan!”. ¡Ehhh! Todos festejamos como una mezcla de adolescentes en Bariloche y brokers sacados de Wall Street. Éramos los Lobos de Vancouver.

Salimos del cabarulo de lujo y caminamos unas cuadras para tomar aire. Paramos en una puesto de hot dogs abierto de noche y mientras bajoneábamos unos panchos, Robbie ve a unas profesionales en una esquina, con su respectivo proxeneta. Me mira con picardía porteña y me dice: “ya vengo, empiecen a llamar a la limo para que nos venga a buscar”. Roberto cruza, habla con el pimp y de atrás de unos matorrales salen muchas chicas más (posta). Yo no estaba seguro de hacer eso porque ideológicamente estoy en contra de la actividad esa, aunque en Canadá tengas seguro médico y muchos derechos adquiridos, pero el frenesí grupal y el alcohol me superaron. Cuando me di cuenta, estábamos los doce en la limo! Juan, los cinco padrinos y las seis chicas! El “representante” le dijo a mi amigo que por más que sólo queríamos servicio para uno (el que se casaba), al ser seis hombres en una habitación, teníamos que llevar a seis chicas. Había que pagar seis chicas. O seis o nada. Rob se fundió con su regalo.

Entramos al hotel con las chicas casi de madrugada, casi les diría como en la cámara lenta de un trailer de un  nuevo capítulo de Ocean Eleven. Me hice el banana y le acerqué un dinero al recepcionista del hotel (a manera de coima, para que como un referee coimeado por la FIFA, diga “siga, siga”, y nos deje subir a todos a la habitación, y así fue), subimos todos a un ascensor. La algarabía era general. Los padrinos felicitaban a Roberto por la inversión y a mí por la corrupción argentina de arreglar al conserje de turno. ¡Se venía el descontrol, se venía la orgía canadiense! Ya ni me acordaba de la Innombrable, Erica o Lara! Entramos todos a la habitación y éramos todos corteses (estábamos en Canadá…). En mi mente yo pensaba con quién me podía acostar o con qué padrino podría compartir una chica. ¿Pintaba Torre Eiffel? Bebimos, hablamos, de las seis dos eran un infierno, dos eran normales y dos eran un desastre; pero sobre gustos no hay nada escrito. Mientras yo me debatía si estar con una profesional, en mi estado beodo, el reloj corría y nadie hacía nada. Nos miramos un par de veces con David como: “¿Arrancás vos?”. Con el coraje artificial que a veces otorga el alcohol, con David encaramos a las dos más lindas y las empezamos a chamuyar. Al rato nos cortaron y nos aclararon que eran profesionales, y que no era necesario que las sweetalkeemos. En ese momento nos recibimos de panchos y en ese instante tendría que haber agarrado a la más fuerte, dejar todos mis pruritos de lado y romper todo un cuarto a puro rock and sex. ¡Faltaba poco tiempo y ya venía a buscarlas el pimp! Y mientras lidiaba con mi moral alcoholizada, con entrar a un cuarto con la más bestia o dejársela a mi amigo, la más linda capitaneó la situación y dijo: “Chicos, son amables y la pasamos bien, pero les quedan diez minutos. ¿Alguien quiere hacer algo?”. Dudamos y cagamos. Roberto tomó la batuta y dijo: “Listo, durmieron, todas al cuarto con Juan y que sea lo que Dios quiera”. Juan sorprendido fue ingresado por todas las chicas en un estado de estupor jovial. Con David nos miramos y dijimos: “Dormimos. Encima Juan no va a hacer nada. Vas a ver”. No hubo gemidos, no hubo gritos, apenas algunas risas, pasaron los diez minutos y salieron todos de la habitación. Nadie estaba transpirado. Tocaron a la puerta y era el proxeneta con otros dos amigos pesados que se venían a llevar a las seis chicas.  La coima no alcanzó para que el conserje los dateara de dónde estaban sus girls. Nos saludaron, rieron y una hasta dijo: “Es el dinero más fácil que hice en mi vida”. Nos sentíamos los más virgos del universo. Roberto dijo: “señores, yo cumplí y me voy a dormir, hasta mañana”. Y se encerró en uno de los cuartos que tenía la terrible habitación. Yo lo encaré a Juan y le dije: “Decime que hiciste algo. Algo!”. “ No, Lea. Me caso mañana. No hice nada. Me conoces”. Me agarré la cabeza y me senté en un sillón. David me acercó un trago y nos quedamos los cinco heterosexuales boludos debatiendo del por qué dejamos pasar la oportunidad de estar con un par de bestias, de concentrar todas nuestras fantasías en una orgía, de si era correcta la prostitución, de que ellos tenían parejas, etc. Hasta que salió el sol y nos quedamos dormidos en los sillones.  

Con resaca, a la mañana nos levantamos y fuimos a desayunar. Nos vestimos y fuimos a la boda. Resacosos, y con la mirada cómplice de cinco losers, y Roberto que nos quería matar. La boda fue a todo trapo: comida (langosta, ojota), baile, descontrol, más alcohol, lujo, afecto, como tenía que salir. Perfecta. La pasamos bárbaro con los padrinos y las madrinas, hubo flirteo con Erica pero era evidente que no daba forzar algo por calentura.

En la fiesta encaré de todo, pero lo mío no es encarar en fiestas. No sé qué es lo mío. Había una sola invitada que la rompía pero como era invisible para ella me dediqué a bailar con mi amiga Lara, el resto de la noche. Cuentan los mapaches de Vancouver que en la limousin en la que me volví de madrugada al hotel, algo pasó con Lara. Pero yo estaba muy borracho y no me acuerdo. Y los mapaches mienten, siempre.

Al otro día nos encontramos con los padrinos una vez más, en la casa de Dexter, en una terraza, hacía frío, recordamos la noche anterior a la boda y la orgía que no fue. Casi como Los Borbotones de Los Simpsons. Recordamos la grandeza que no fue, nos reímos, nos abrazamos, brindamos por nuestro amigo casado y nos retiramos cada uno a su hogar. Esto en Argentina no hubiese pasado.



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Nicolás Brondo.


jueves, 25 de agosto de 2016

La Bailarina.

Alguna vez en un ataque de osadía in extremis me levanté una flaca en un supermercado. Cecilia era flaca, pálida y rubia. Muy etérea, hermosa. Del tipo que un geek sólo puede soñar con levantarse. Mi tipo de gente no se levanta a su tipo de gente. Jugábamos en Ligas distintas. Sin embargo, como en la Copa Argentina, a veces algún equipo de la B (yo) hace transpirar a un equipo de Primera (ella).
Como buen neurótico y Bielsista del Amor que soy, estudio variables y fórmulas para después aplicarlas; con el menor grado de fracaso posible. Asi fue que una vez ví Arma Mortal 2 y una escena en particular me llamó la atención. Me llamé a memorizarla.
  
Hace bastante tiempo atrás yo era el editor part-time de una revista. Dicha publicación se enfocaba en cubrir la “noche de Buenos Aires”. Esa revista era el capricho de la mujer del ex abogado de la UAR. Nuestra líder, y gorda mórbida a lo Wanted, capitalizaba la pauta publicitaria que teníamos de Heineken. Teníamos cajones de cerveza en el pasillo y era costumbre beber y escribir en la redacción, con la excusa de que todos teníamos ascendencia irlandesa. La cuestión es que día por medio se nos acercaba la jefa y nos decía: “¿No se comerían unas empanaditas de la Conti?”. Siempre buscaba complicidad y yo frecuentemente le decía lo mismo, con mi sonrisa de Gato Chessire: “¿Invitás vos?”. Siempre invitaba ella. Así nos escapábamos de la oficina con mi amigo Diego para “comprar las empanaditas que acompañan la cerveza”. Íbamos a La Conti y a veces yo iba a un supermercado, a comprarle sándwiches de miga a la jefa.  
Un día fui solo al supermercado y me pareció que una flaca me miraba…pero ¿Cómo carajos te levantas una flaca en un supermercado? Me cagué, dormí; lo que la mayoría no asume. Dejas pasar la oportunidad sólo porque estás en un lugar público, fuera de la convención social…aunque ¿Qué carajos tiene de diferente que una flaca te mire en un boliche/cumpleaños a un supermercado? Esa tarde compré los sándwiches de miga y seguí con mi rutina de “Bon vivant editorial” (¿?).

A la semana volví al supermercado y otra vez estaba esa flaca comprando, y me volvió a mirar. Ahora, para que yo me de cuenta que me estaba fichando mal, tenía que ser muy evidente. Pero ¿cómo la encaraba sin quedar como un perdedor absoluto? Solución: creerme ganador, proyectar una seguridad inexistente, encarar con la escena memorizada de Arma Mortal 2 y rezarle a todos los dioses del Olimpo para que no me de vuelta la cara. Así fue que en dicho supermercado, y con los sándwiches de miga en la mano, arranqué con un “Hola” y repetí casi palabra por palabra lo que había dicho Martin Riggs en esa película (mientras le rezaba a todos los dioses de Asgard para que no fuese cinéfila y recordase la escena):

-          Esos tomates no están buenos seguro porque ponen los más viejos arriba de todo…
-          ¿Sos experto en tomates?
-          Nah, se cosas. Como que esa es la comida del almuerzo y que no vivís por acá.
-          Metiche – dijo con una sonrisa.
-          Almorzá en el trabajo pero cená conmigo.
-          No – dijo con otra sonrisa.
-          Dale, ¿conocés al restaurant definitivo?
-          No – dijo intrigada.
-          Yo si.
-          Claro, vos sos el que sabe cosas. Mirá que no puedo comer cualquier cosa.
-          Comemos lo que quieras. Dale, sé original, decí que sí.
-          Bueno, vemos.

Tuve la suerte de que evidentemente yo le atraía y pude llevar la conversación a dónde me convenía (porque siempre tengo en claro que ustedes mujeres son las que eligen, nosotros sólo intentamos participar, ni más ni menos). Resultó ser que Cecilia bailaba ballet en un segundo elenco estable del Teatro San Martín. Casi todos los días iba a ese supermercado a comprar algo para comer. No estudiaba, ni trabajaba de otra cosa. Apenas comía. Su vida era el ballet. Después de estar un rato en la redacción, y clavarme una Heineken de un litro con mi jefa, pasé a buscar a la bailarina por el San Martín y nos fuimos hablando casi hasta Recoleta. No aceptó cenar pero sí tomar un café en un lugar cerca de Santa Fe y Callao, que tiene un semi piso de chapa, ideal para estar con una tímida (como Cecilia) o ir de trampa. No te ve nadie y todos sabemos a qué vamos, porque las revoluciones se tejen en otros ámbitos. Esa vez sólo tomamos café y hablamos. No hubo chape pero sí me daba cuenta que me estaba estudiando. Me di cuenta que tenía chances y relajé. Desde allí la acompañé hasta la parada de su colectivo e intercambiamos números de teléfono.

Como esa primera salida había sido durante la semana, y muy espontánea, quedamos de volver a vernos el viernes (porque los sábados a veces meten mucha presión). Fuimos a los cines de Recoleta a ver alguna película pochoclera y a la salida del cine chapamos. Fuerte. Me acuerdo que parábamos a cada cuadra a chapar. Tenía un fuego interno que no sólo se veía en la danza, y como pesaba muy poco, yo flasheaba con todas las posiciones que podríamos llegar a hacer en un telo. Los buenos ganaban por afano.
Le dije de ir a tomar algo pero me contestó que no tomaba alcohol. Su carrera y nutrición venían primero. Chau a mis oportunidades de que ella relaje y hagamos la parabólica humana en un telurio de Recoleta.
Después del cine y muchas cuadras de chape, fuimos a tomar algo no alcohólico y chapamos un poco más bajo techo. Tanto chapamos que yo estaba más que listo a llevarla a un telo, pero cuando le dije de ir a un lugar más íntimo, me contestó que todavía no. Ahí estaba la diferencia entre nosotros y Mel Gibson con Patsy Kensit. Esa magia sólo aplica a las películas. Sin embargo, siempre voy a estar agradecido por la escena del supermercado.

Esa noche, el regreso a casa fue dolorosísimo. Les recuerdo que el dolor de huevos en los hombres es verdadero. Cuando el hombre se excita demasiado se genera una gran carga espermática en los testículos. Esa sobre carga si no se libera se manifiesta como un intenso dolor testicular, como si uno hubiese recibido una patada en las gónadas.
No sólo me dolía el área genital sino que se había ramificado a la cintura y a la espalda. Asi que venía parado en el colectivo 88, arqueado de dolor. Una hora de dolor de Once a Ramos Mejía, donde todavía vivía con mis padres.
Cuando llegué al departamento, me dí una ducha tibia, esperando que se calme todo, pero no. Mis huevecillos seguían rígidos y me tuve que sentar en la bañera porque no toleraba estar de pie con ese dolor de espalda. Cuando me senté, a solas, en el medio de la noche, y conociendo la raíz del dolor, se me ocurrió que sólo quedaba una solución: onanismo duchístico de emergencia. Asi que incurrí en el hábito que ningún ser debería abandonar, y cuando creí que iba a poder liberar la sobre carga, cuando estaba listo para enfriar el uranio enriquecido en mi planta nuclear testicular a punto de estallar, mi vieja abrió la puerta del baño: “¿Lea, estás bien?”, me dijo. Yo roté acostado en la bañera, de forma violenta hacia el otro lado. No podía permitir que mi vieja viese el unipersonal a través del vidrio de la mampara. “Sí, mamá, golpeá, what the fuck…”, gruñí. Madre se dio cuenta y sólo tiró un: “Bueno che”. Quedé como el más pajero y encima por el shock, el momento de Onan ya había pasado; y el dolor de huevos continuaba.
Una vez en mi habitación trabé la puerta con algo, puse música para tapar cualquier exclamación, ubiqué la caja de tisúes cerca y le puse fin a mi dolor. Maldita bailarina.

En la semana nos veíamos. Había mucho café y chape. Cine y chape. Restaurant y chape. Pero de cojer ni hablar. Una vez incluso le dije: “Te voy a llevar al lugar definitivo”, y la acerqué hasta la puerta de un telo re lindo. Se puso sería y me dijo: “No. No puedo correr el riesgo de que se rompa un forro, quede embarazada y me cague la carrera”. Traté de dar explicaciones lógicas de que no iba a ocurrir tal cosa y tal. Pero su miedo era más fuerte, así que seguimos hacia otro lugar a donde comer, hablar, chapar, muchas veces más, y que me exploten los huevos en el viaje de ida a casa.

Con el paso de los días pensaba que en serio me iba a hacer mal seguir así, pensé en dejarla y especular con que al abandonarla quizás se rendía y rompíamos todo un telo. Pero el destino intervino. Ella recibió un llamado de N.Y. La habían aceptado para ser parte estable en The Juilliard School. Un paso importantísimo en su carrera. Chau Leandro y la franela.

Nos volvimos a ver, yo estaba con los huevos llenos (literalmente) de que el tema no evolucione y ella estaba dispuesta a terminar todo porque se tenía que ir “y no podía tener distracciones de ningún tipo”. Hola, soy Juan Carlos Distracción. Asi que hablamos en un café, más por protocolo que por sentimiento, y nos despedimos con un abrazo. Nos mandamos mensajes de texto y algunos emails pero el tiempo mató todo…o al menos eso creía yo.
Un día recibo un email en el que me dice que cómo andaba yo, que había estado pensando en mí, en que lo único que hacía ahora era dormir, comer y estar a pleno en Juilliard. Le faltaba su cuota de salida, de rock y pensé en la heroica. ¿Por qué no pensar en la heroica?

Había hablado con un amigo de ir a visitarlo a Canadá, y como nos pareció cool ir juntos al estreno de una de las películas de El Señor de los Anillos, decidí sacar el pasaje rumbo a Vancouver PERO con una escala en N.Y de cinco días. Mi idea era llegar, sorprenderla, que salga todo bien, garchar, estar juntos ahí y después festejar con mi amigo en Canadá tomando cebada como dos hobbits!
Me puse manos a la obra, tenía que producir más dinero todavía. Todos mis bienes de capital superfluos fueron vendidos a distintos amigos y casas de compra-venta. Además de dar clases de inglés, empecé a traducir y escribir lo que me pidiesen, y no lo que me gustase. Tenía que sumar dinero. Me quedaba con los vueltos, caminaba más, pedía aventones con el auto, comía lo justo y necesario en la calle, y en casa de mis viejos me comía todo. Estaba enfocadísimo. ¡La Bailarina era la final de Copa Argentina que no podía desperdiciar!

Ella me decía que extrañaba estar conmigo, se acercaba diciembre y la heroica estaba al alcance de la mano. Imaginaba un garche furioso en su dorm y salidas juntos por el Central Park. Como un Mascherano del ascenso, iba a dejar la vida en ese partido.

Le dije que me iba a Vancouver a visitar a un amigo e ir al estreno de una de las pelis de LOTR (todo cierto) y que quizás le daba una sorpresa. Sus “hahaha”, me daban la pauta que no me creía. Yo seguía pensando en la heroica a la Great Expectations, como si fuese un Ethan Hawke de la B, con la posibilidad de gritarle desde la calle: “I made it, I really made it. Can we be happy now?”.

Llegué al aeropuerto JFK de N.Y, pasé la aduana como nada, me fui a un hostel de YMCA, dejé mis cosas en un locker, desayuné un café con un bagel y me fui hasta unos dorms donde vivían las que estudiaban en Juilliard. Yo tenía la dirección por unas postales de Star Wars que me había mandado. Previamente le había recordado que quizás iba a recibir una sorpresa, y me contestó que le encantaban las sorpresas. Yo había a mandado a cabecear a mi arquero al corner en el minuto 46 del segundo tiempo. Mi arquero medía 2 metros. Había peligro de gol. Había olor a hazaña. Me dirigí a dicho campus, pregunté por Cecilia M., me pasaron un interno y hablé con ella:

-          Tenes una sorpresa en el lobby.
-          ¿Leandro?
-          Sí.
-          Voy.

La vi aparecer en el pasillo. La imaginaba contenta, sonriente, sorprendida. Fue todo lo contrario. Estaba seria y con un lenguaje corporal híper defensivo.

-          ¿Qué hacés acá?
-          Me tomé una escala camino a Vancouver…
-          No tendrías que haber venido, te dije que mi carrera…
-          Me dijiste que me extrañabas, que no la pasabas bien, que extrañabas estar conmigo…
-          Sí, extrañaba eso, pero no te dije que vengas.

Me metí la sorpresa en el orto. Mi arquero de dos metros saltó a cabecear esa última jugada, se quedó corto en el salto, cayó torpemente y el equipo rival de contra golpe (y sin arquero) selló la goleada en mi contra. Un papelón. Un boludo. Me recibí de Juan Carlos Inflador Anímico y casi de psycho…

Salimos a caminar pero su lenguaje corporal, y su diálogo telegráfico, eran más que claros: no iba a pasar nada. Ni un chape. Adiós al garche furioso. Los equipos de la B no-ganan-finales de torneos importantes.
Le dije que iba a estar 5 días más en Manhattan, que si cambiaba de idea me podía llamar. Me dijo “bueno, vemos”. Desde ahí me fui a las oficinas de Canadian Airlines a cambiar la fecha del pasaje. No había disponibilidad, y si la hubiese, me salía más barato hacer huevo en N.Y 5 días que volar antes.
Al otro día me escribió un email larguísimo (casi de despedida) donde me decía lo genial que era yo y blabla, y que ella no podía enamorarse o quedar embarazada porque su carrera venía primero que todo. Perdí grosso.

Los próximos 4 días en Manhattan fueron el horror: me metía en la computadora del lobby del hostel para ver si había algún email más de ella, preguntaba en recepción si alguien me había llamado. Las respuestas eran siempre negativas. Así que me aboqué a lo que no podía fallar: ver cine, comer noodles y comida chatarra, y comprar comics. El llamado del último día no llegó y el email tampoco. Los milagros se dan sólo en las películas. La heroica  no había salido.

Mi amigo me esperó en el aeropuerto de Vancouver y le quemé la oreja con el relato del estrepitoso fracaso de los 5 días en N.Y. Después de eso nos fuimos a comer, beber y mi ánimo cambió. Ver el estreno de ese capítulo de El Señor de los Anillos con mis amigos canadienses fue la gloria y el mejor bálsamo del mundo, para un ego/corazón roto.

Cecilia ahora está casada y tiene dos hijos. Vive bien en Toronto. Algún flaco tuvo mejor timing que yo. Nunca más volví a pisar New York, quizás ya sea hora de volver. El fracaso fue rotundo, pero dejé todo.

Mirá si mi arquero la cabeceaba al ángulo y era un golazo. ¡Qué glorioso! Pero no salió, si hubiese salido no lo hubiese contado. Las victorias no son graciosas.   



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Cam Rapetti. 



miércoles, 27 de julio de 2016

La Innombrable.

Me prometí no escribir acerca de ella, pero es necesario, quizás para que a otro/a no le pase lo que me pasó a mí. En mi grupo de amigos cercanos es llamada como: “La Innombrable”, porque es un poco como Voldermort o Sauron, no debe ser mencionada, no debe ser nombrada. Ni siquiera susurrada. No sea cosa que quiera volver…

La conocí hace muchos años, en plena primera etapa Bruce Wayne de mi vida: ganaba muy bien, acomodaba mis horarios a gusto, tonteaba con una actriz con la que rompíamos todo y hacíamos cualquiera (téngase en cuenta a La Segunda Actriz, si te querés ubicar en la cronología del M76Mverse).
Antes del tsunami de las redes sociales, yo ganaba flacas por interacción social: en la facultad, en reuniones, jamás en un boliche. A ella la conocí en un cumpleaños. Tenía el pelo castaño, un ojo color celeste y otro verde. Era tímida y profesionalmente independiente. No hablaba mucho pero si hablaba de trabajo se divisaba cierto fuego. Por suerte compartíamos pulsiones cinéfilas y de viajes. Nos vimos en ese cumpleaños pero yo ya sabía que nos íbamos a volver a ver, y que me iba a ir bien con ella. A veces uno está con la autoestima muy alta y sabe cómo se va a dar el partido. Hice un poco de inteligencia y mis informantes me dijeron que sí, que había mucha onda, pero que debía tener cuidado porque quería estar de novia. Me reuní con mi amigo Marco y discutimos el caso. Me encontré diciéndole a mi amigo que yo no quería seguir con ese reviente vacío, y que una novia para garchar y ver series me vendría muy bien. Uno a veces debe hablar para verbalizar y sacar a flote lo que piensa. La decisión estaba tomada. Asi que armé una cena en casa, con los mismos invitados de ese cumpleaños, y todos sabían lo que iba a pasar. Todos. Cenamos, bebimos, todos se retiraron y ella se quedó. Rompimos todo el departamento y no dormí hasta la madrugada. Cogía muy bien y era muy linda, copada, independiente. Listo. Bruce Wayne se podía retirar tranquilo. Me desperté de novio, en el trato, todo. Bizarrísimo. Más por el devenir de ella que por el mío. Surreal pero bien. Nos veíamos tres veces a la semana, hablábamos todos los días, entendía y aceptaba todas mis pasiones, todo bien.

Así pasó el primer año. Era una novia linda, compañera, permisiva, con gustos distintos, adecuada. Todo bien. El segundo año fue mejor, nos llevábamos mejor que antes. Era mi novia y mi amiga. Cada uno vivía en su casa y nos veíamos más seguido que en el primer año, pero manteníamos nuestra independencia social. Salíamos, bebíamos, descontrolábamos bien. El tercer año fue mejor aún y ahí es donde ella se jugó y me dijo: “Vos vivís solo hace tres años pero yo sola hace siete. Todos los años no llevamos mejor. ¿Por qué no nos vamos a vivir juntos?”. Jugado, pero la lógica indicaba que sí. Nos llevábamos bien. Cogíamos bien. Teníamos gustos culturalmente distintos pero nos nutríamos en nuestras diferencias. Hablé con un gil del laburo y me dijo: “Esta bien que te mudes, ¿Hasta qué edad vas a seguir boludeando?”. Me mudé con ella porque la quería, porque había que intentarlo pero también me pesó la opinión de ese y otros boludos. Dejé que sus fantasmas proyectados me corran.

Hasta ahí todo bien. A partir de acá se suma un tsunami de hechos que en su momento no ví. Aunque eran tan claros como una estampida de elefantes, pero en su momento no-los-ví. Y cuando los ví, no sólo era tarde sino que “mis amigos” (del momento) tampoco ayudaron.
Cuando le planteo de mudarnos a Belgrano (barrio que amo) ella me dice: “No, porque yo trabajo ahí”. “Ok, entonces la lógica indica que si vos trabajas ahí y yo amo el barrio, está bien que nos mudemos a Belgrano”, acoté. “No, porque lo odio”, dijo. Resultado: nos mudamos a Caballito. Es menester de mi parte aclarar que yo puse condiciones y no fui tan pollerudo: “Si nos mudamos a Caballito, yo me quiero mudar a todo culo”, le dije (les recuerdo que yo estaba muy bien de guita). Nos terminamos mudando a un tres ambientes, a dos cuadras del subte y la estación de tren, con baulera, laundry y piscina en la terraza. Yo hasta tenía mi propio estudio donde escribir.
Pusimos sus muebles y mis muebles, yo tomaba sólo un medio de transporte al trabajo y ella también. Cubríamos muy bien nuestros gastos, el sexo no era un problema (teníamos una pared espejada…) y sin embargo en su nuevo devenir diario vivía con cara de culo. “Acá no me hallo”, era su muletilla. Yo hacía las compras y cocinaba. Ella lavaba. Salíamos a comer afuera, a beber, al cine. Pero siempre con cara de culo. Le dije que si era yo, que si era el departamento, “te juro que si no te gustan los muebles, con tal que te halles y seas feliz, los tiro por el balcón y compro unos nuevos; cualquier cosa para que estés bien”. Pero no, me decía que era ella. Que no me preocupe, que necesitaba tiempo para adaptarse a esta vida, que ya se le iba a pasar…

Una noche sonó una sirena de los bomberos, se levantó de la cama y me dice: “Vamos que van a bombardear”. Yo aunque no hubiese estado dormido, igual le contesté: “¿Eh?”. “La sirena, la sirena es una alarma de bombardeo, vamos”, me dijo. “Linda, es una sirena de los bomberos, volvé a dormir”, le recomendé entre risas. “Ah, ok”, dijo antes de dormirse. A la mañana siguiente, cuando desayunábamos, le digo: “Qué locura la de anoche, eh. Lo del bombardeo” (y yo creí que nos íbamos a reír, y el suceso de la noche anterior se iba a convertir en una de esas anécdotas graciosas que uno cuenta en esas soporíferas reuniones con amigos casados). “No, puede ser”, me dice.
- “¿Qué puede ser?”
- “Que nos bombardeen”.
- “¿Quién carajos?”.
- “Brasil”.
- “Y why the fuck would Brasil bomb us?” (sí, me irrito y hablo inglés).
- “Para conquistarnos. Ellos sí invierten en su aparato militar. O Estados Unidos, por nuestros recursos naturales”.
Cuando ví que hablaba en serio, sólo tomé un sorbo de café y le dije: “Nah, linda, ni en pedo”. Era ridículo seguir con ese tema, pero me quedó en la mente igual…

Al poco tiempo me junto a cenar con mi amigo Marco y le cuento: “Está siempre con cara de culo, está siempre laburando, no sabe qué hacer de su vida, cada vez toma más alcohol, y la del bombardeo del otro día fue demasiado”. “¿Cogen bien?”, preguntó mi amigo. “Sí”, contesté. “¿Se divierten, miran series?”, volvió a preguntar. “Y sí, gracias a ella empecé Mad Men y muchas más”, respondí. “Y bueno, jodete, es lo que querías, vos querías una novia linda para garchar y ver series, ahí tenes”. Mi amigo me tiró una molotov en la cabeza, y lamentablemente tenía razón. La expectativa inicial había sido superada, nuestras diferencias ya no me motorizaban sino que me generaban anomia ante sus temas de interés, y ya había empezado a flirtear con muchas en la empresa.
Me tuve que sentar a hablar con ella para superar todo lo que nos pasaba antes que termine todo mal. Yo la quería.
Un día nos sentamos a hablar, pero antes de hablar se abrió una  cerveza (y esa noche no había querido cenar “para no engordar”, pero se clavaba una birra de ¾, como si fuese un vaso de agua…). Ante todos los temas preocupantes expuestos (y mis faltas, porque yo también cometí errores, en una pareja fallan los dos), le recomendé empezar terapia y me decía que no. Expusimos nuestros desacuerdos de convivencia (sobre todo el tema del alcohol, que cuando no convivíamos era cool beber juntos cada tanto, pero en la convivencia que no coma y chupe casi todas las noches, era un poco mucho).
Le dije a mis viejos y mis amigos: “Me parece que me mandé una cagada y no me tendría que haber mudado con ella. Está siempre mal”. “Que no, que es prematuro, que tenés que tener paciencia, que se tienen que conocer en el devenir diario” y mucha sarasa más, me dijeron. Desde  mi punto de vista, si no sos feliz en el comienzo de algo, estás forzando la cerradura y se va a romper. Decidí empezar terapia al año de convivencia (cuando empezamos a discutir hasta de qué lado se pone el papel higiénico, ah; y se pone de arriba, no me jodan). Entré a mi primer sesión y dije: “Hola, me quiero separar y no tengo huevos” (nunca había ido a una psicóloga, y sí las prefiero mujeres, pueden ubicarse en el M76Mverse a la altura de Las Tres Psicólogas). La doctora me confesó (tres meses después de esa primera sesión), que cuando me presenté: “creí que eras un boludito, un cagón, hoy te digo que la dejes, porque hoy te hace creer cosas y mañana te cambia los chicos del colegio porque dice que vos le dijiste, fulana está mal”.

Asi que de a poco se lo fui planteando a con quien convivía. Demás está decir que llegaba a casa cada vez más tarde (9 o 10 de la noche, estaba siempre en la oficina, y si me metió los cuernos no me importa, porque de los cuernos no se salva nadie), sumado a que era costumbre que no cenaba y bebía; ergo se ponía en pedo. Pero no un pedo de los que se duermen, un pedo violento de los que te insultan. Asi que yo me iba a dormir, o me encerraba en el estudio a escribir hasta que se le pasaba. A la mañana siguiente le decía que tenía que hacer terapia y tratar su problema con el alcohol (esconder botellas en los placares es tener un problema). Me decía que exageraba, que una botella de cerveza no es una botella de whisky  y que necesitaba tiempo para adaptarse a todo. Ya había pasado un año de convivencia…

Las vacaciones también eran especiales, porque yo la podía invitar a viajar conmigo a Colombia o Costa Rica pero ella me decía: “no corresponde que gaste tu dinero, vayamos a algún lugar más barato y cercano”. Así fue como me privé de tener buenos viajes y visitamos Uruguay y Chile, con los que está todo bien, pero que no son lo interesantes que pueden ser los países inicialmente mencionados.
Aunque me conoció como escritor amateur, cuando llegaba del trabajo, igual me decía: “¿Otra vez en el estudio escribiendo?”. “Writers write”, era mi respuesta. Pero con el tiempo me empecé a poner la alarma y cerca de las nueve de la noche dejaba de escribir y me ponía a cocinar o mirar la tele, sólo para que no me rompa las pelotas de que otra vez estaba escribiendo. Patético, lo sé, pero intentaba salvar una relación (tóxica y fallida, aunque creí que valía la pena pelearla). El tiempo jugó a mi favor, porque al ver que nuestra relación no mejoraba y se acercaba el final de nuestro contrato de alquiler, al menos había un deadline para tomar una decisión.

Cuando se enfermó Fidel Castro fue peor. Yo tengo un gran interés por la política y la cultura regional. Cuando se enferma Castro, muchos decían que se estaba por morir. Yo tenía días y dinero para viajar a Cuba de vacaciones y estar ahí si ocurría el lamentable hecho histórico de estar en la isla cuando muera. Asi que le digo a la innombrable (ya con los huevos un poco llenos y un poquito de backbone): “Se muere Castro, o vamos los dos una semana o me voy yo dos semanas a la isla. Tengo que estar ahí en este momento histórico”. “Vos sabés cómo opino con respecto a los viajes y tu dinero”, me contestó. Resultado: me fui dos semanas a Cuba de vacaciones (hay sobradas referencias en el posteo La de Cuba del M76Mverse) y nunca me arrepentí de haberlo hecho.
Cuando volví hubo paz pero ya hablábamos de separarnos, de aguantar hasta que termine el contrato de alquiler. Sobre todo porque yo me podía ir, pero ella no tenía a dónde ir: “necesito tiempo”, era la misma frase de antes pero ahora no para funcionar como pareja sino para conseguir un departamento que pudiese alquilar con lo que ganaba. Si yo me iba de la torre, la iban a desalojar. Asi que me quedé y funcionamos como roommates. Tenía los huevos bañados en adamantium y hoy día pienso que me tendría que haber ido al año de convivencia, y no a los dos lamentables años.

¿Y garchabamos? Sí, pero cada vez menos, porque si bien había empezado a beber menos, y ya no sentía bombardeos en medio de la noche, algunas veces después de acabar me decía: “Gracias, necesitaba coger para sentir algo”. El horror, la demencia. Mutua.
Un par de meses antes de que termine el contrato de alquiler le pregunté qué iba a hacer con la mudanza: “Me mudo con mamá”, me dice. “¿No te podrías haber mudado con tu mamá hace meses?”, le contesté. Obvio que terminé siendo yo el hijo de puta que se rindió, no la peleó lo suficiente y el que no quiso ir a terapia de pareja. Porque las caras de culo diarias, el presentarse siempre como hija de padres separados a los 30 años, la falta de interés en la vida, en la aventura, en el futuro, porque el alcoholismo y el tsunami de mentiras, y otros disparates que ahora no recuerdo, calculo que a la larga también eran culpa mía (y sabemos que es elemental que no es así, pero yo tenía los huevos llenos y sólo me quería ir).

Llegó el camión de la mudanza y a los de la mudadora les dije: “Muchachos, me estoy separando y ésta puede armar una escena. Por favor hagan la mudanza más rápida de la historia”. Los tipos fueron un ejército de Usain Bolts moviendo muebles y cajas. Salimos arando con la F-100 de Caballito rumbo al monoambiente que finalmente alquilé en Belgrano. “Claaaro, el señor finalmente se muda a Belgrano, como siempre quiso”, fue una de las últimas cosas que me dijo. “Quizás querías que me mude a San Justo y me cuelgue en la ducha. Pero no te voy a dar el gusto. Aprendé que en la vida hay que hacer lo que uno quiere”, le contesté. Le encanta sufrir y ser víctima. Espero que haya aprendido algo. Yo aprendí un montón.

Cometí muchos errores, pero el abordaje de tener una novia linda y adecuada fue la base del fracaso. Lindo y adecuado es un mueble, no una pareja. Una pareja te tiene que calentar, desafiar intelectualmente, acompañar y tener una buena base para proyectar un futuro. Porque sino uno sigue de garche en garche y listo. Son cosas que uno aprende cuando sale de una relación híper-tóxica, y te das cuenta que la edad del pasaporte no significa nada (excepto cuando salís a correr y te duele la rodilla). No hay que aguantar una pareja por la edad que tengas. Primero viene tu felicidad. La edad es salud física y mental, y actitud ante la vida. Porque hay gente que respiró ochenta años pero no vivió ni dos, y hay otros que tienen cuarenta y viven como uno de treinta y no está mal, porque la vida es de uno. Y uno con su vida sigue un llamado lírico genital: haces lo que se te canta las pelotas.

Quizás algún día me sorprendan en un nuevo momento Bruce Wayne, ya retirado, con una Selina Kyle, en Venecia, tomando un Fernet Branca, al mejor estilo Christopher Nolan. Pero por ahora van a tener que seguir esperando y está bien que así sea.
Desde entonces tuve buenas parejas temporarias y muchas aventuras. No por nada existe este blog. “When a man loves a woman” es una película, no es realidad. Uno no debe ser héroe para nadie. Uno debe ser héroe para uno mismo y ayudar a quien quiere ser ayudado. Dejemos el romanticismo utópico para las películas y los héroes súper altruistas para los comics. No hay que remar contra la corriente.



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Pablo Vigo.


miércoles, 29 de junio de 2016

Jennifer y el Síndrome Batman.

Mi viaje a México es una parte fundamental de mi vida. Mi vida sin el paso por ese país, quizás, hubiese sido distinta, y no creo que para mejor; en mis vacaciones, en ese lugar, tomé muchas decisiones que hoy me definen como soy. Y a pesar de algunos errores, me gusta ser como soy.
Hace demasiados años (¿tantos pasaron?), junté dinero, ganas, y diagramé un viaje de mochilero desde D.F hasta Panamá City. Antes de irme, en una conversación informal con un amigo (el Hombre de la Pipa), me comentó que tenía amigos en D.F y que con placer me irían a buscar al aeropuerto. Mi amigo gestionó todo como intermediario, y un 15 de enero a la madrugada llegué a la capital de México. Sus amigos me fueron a buscar, éramos todos colegas periodistas. Por esos misterios de la vida, nos caímos bien y aún hoy día los considero mis amigos. El grupo estaba formado por Rodolfo, su mujer Gisella, y su amiga Jennifer. Rodolfo, ya en el auto y rumbo a mi hostel, medio que me armó las actividades a realizar en D.F. Yo me dejé llevar, porque había demasiada buena onda, y porque creo en el destino. En esa madrugada helada me dejaron en el hostel, detrás de la Catedral (el mejor hostel en el que me haya quedado), y pactamos volver a vernos en unas horas.
Ese mismo sábado por la mañana, primero me pasó a buscar por el hostel Jennifer, y en media hora me gustaba todo sobre ella. Era inteligente, ocurrente, rea y sofisticada a la vez, toda interesante. Jennifer es mexicana de ascendencia japonesa. Habla y piensa como mexicana pero podría tranquilamente vivir en Tokyo. Le sobraba coolness, me parecía muy linda y yo pensaba (“qué buena que está, qué cagada que en unos días me voy…”, iluso, la vida te da sorpresas…). Más tarde llegó Rodolfo y los tres nos fuimos a tomar tequilla a un bar donde sólo se bebía eso; a metros del hostel, también detrás de la Catedral. Así empezó mi viaje, desayunando tequilla en D.F, rodeado de gente muy querible. Tomamos Tequila Torito con bifes con cebolla y ajíes. De ahí nos fuimos a un comedero a tomar cerveza, comer algo más y seguir hablando, hasta el final del día. Rodolfo era genial y Jennifer rebalsaba magia. Éramos un trío de proto revolucionarios que íbamos a cambiar el mundo a fuerza de nuestros teclados, cervezas y coraje. Vaya que el pasado es nostálgicamente hermoso, a veces. Con Rodolfo me sentía hermanado y Jennifer me encantaba. Todo eso en el primer día.

El domingo, luego de unas visitas turísticas, nos fuimos a la casa de los padres de Jenn, donde comí el mejor mole con pollo, arroz y frijoles de todo México. Bajamos todo con un poco de pulque y arrancamos para Coyoacán, que lo recuerdo como una buena mezcla de Recoleta, San Telmo y Coconut Grove. Para concluir ese día, cené solo en uno de mis lugares favoritos de D.F: el café-cantina El Café Popular, que está a pocas cuadras del Zócalo. Allí pensaba en mi vida, que estaba algo a la deriva, y en esta flaca que de la nada había aparecido y me parecía tenía onda conmigo. No sabía si era simple curiosidad o si realmente le gustaba. Las cervezas habían sido muchas y mi auto estima no siempre fue genial.

Uno viaja para conocer pero también para huir. Yo había terminado de cursar la Universidad y había terminado una relación. Yo quería viajar y ella se quería casar, ahorrar para un auto y una casa. Diferencias irreconciliables. Por eso terminé en México mochileando. No te enamores del Che y le quieras afeitar la barba, porque seguramente va a terminar peleando en el Congo y vos vas a pasar a ser un recuerdo. Desde esa relación (y si quieren atar cabos, estoy hablando de la de Tu Nombre en Clave es Armario), no había estado con nadie, ni quería. Pero apareció esta flaca mexicana y todo me maravillaba. Además me sentía muy cómodo en D.F. Caminaba, sacaba fotos, escribía, comía, visitaba lugares. Durante el día yo era un turista más. Pero por las noches aparecía ella, como una Mina Harker vampira de la que no podía, ni quería huir. En algún momento tenía que seguir viaje rumbo a Centroamérica, pero ahí sólo quería estar con ella, caminar, hablar huevadas, estar me alcanzaba.
Al tercer día de vernos, no tenía planes y le dije que yo iba al cine, y que si quería me podía acompañar. Fuimos juntos. No sabía si pasaba algo, éramos sólo amigos pasando el rato pero me relajaba porque habíamos pasado mucho tiempo juntos, y no podía ser tan hospitalaria. Si la avanzaba y me rechazaba siempre podía huir a la mañana siguiente. Después del cine, nos sentamos en una fuente y empezamos a chapar. D.F había dejado de ser frío, el mundo se había vuelto cálido nuevamente. Punto para los buenos.
Yo estaba casi graduado de la Universidad (sólo me faltaba el título por la tesis pendiente) pero sentía ganas de largar todo y quedarme en D.F. Lo loco es que no estaba solo. Jennifer estaba tan enganchada como yo. Todo era mágico y yo estaba mucho más permeable, porque desde la fuente me manejaba como si fuese mi chica e íbamos de la mano al cuarto día (ah, la juventud y la pasión, sin el cinismo de la edad!). Así eran mis días, recorría D.F por el día y por las noches paseaba con Jennifer. Eran días épicos. El futuro era enorme y yo me le reía en la cara, temerario.

Con Rodolfo y Gisella, decidimos ir los cuatro juntos rumbo a Acapulco, ya que yo debía viajar rumbo al sur. Sin hablarlo, volaba en el aire que iba a ser mi primera noche con Jenn. Mi primera noche después de bastante tiempo sin estar con nadie. Preparé mi mochila de mochilero y ellos su equipaje. Nos subimos los cuatro al micro y el destino quiso que con Jenn tengamos los últimos asientos del bus. No pudimos esperar al hotel y en ese mismo micro estuvimos juntos hasta que ella tuvo la petit morte. Veníamos muy bien. Yo no veía la hora de estar juntos en una habitación. En el hotel nos registramos en pareja y en la habitación nos empezamos a sacar la ropa casi con furia. Arrancamos, y estábamos en bolas…y yo no sé si fue el escuchar a mis amigos al lado a los gritos, o que hacía mucho tiempo que no estaba con nadie, o que me gustaba mucho, pero la cuestión es que no pude hacer nada. Nada convencional. Pasa. La remamos, no hubo caso. Ella dijo que no le importaba, que ya se iba a dar cuando me relaje, que me esperaba. Asi que sólo nos quedó recorrer la ciudad. En Acapulco hay de todo: bares para la elite y bares para el pueblo, la ciudad y sus playas no me mataron. Tengo grandes recuerdos de los tragos en Barbarojas, el pulpo enamorado, las caminatas por la playa…aunque hubiese preferido no conocer nada de eso y haberme quedado encerrado en esa habitación, todo el fin de semana.
Juntos, en la playa, le dije: “Mira que yo vivo bien en Buenos Aires pero no voy a trabajar toda la vida en una compañía. Eventualmente voy a dejar todo para enfocarme en ser escritor. Estas de la mano de un tipo que planea ser pobre”. En ese instante tiró una de las mejores frases que escuché en mi vida, una oración que denota amor, compromiso, riesgo: “Lea, contigo pan y cebolla”. Contigo pan y cebolla…ella estaba dispuesta a soportar una vida conmigo, incluso si yo estaba decidido a transitar un camino que sólo nos alimentaría con lo más básico. Y ahí me volví loco del todo y le dije: “Yo se que es una locura, pero…mudate conmigo a Buenos Aires. Venite a vivir conmigo”. Ella me abrazó y nos besamos. El puto mundo fue perfecto, en una playa, en México. Los buenos volvían a ganar, por goleada, al menos por un rato. 

Un 23 de enero arranqué en serio como Odiseo hacia lo que me quedaba de viaje, pero sin tripulación y dejando mucho atrás. Con el diario del lunes…creo que dejé demasiado. Nos despedimos tranquilos, con un beso casual porque íbamos a seguir hablando por teléfono, coordinando cosas. Yo mochilee por Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y finalmente Panamá. Fue un mes duro, de riesgo, aventura y privaciones; y del otro lado del teléfono, en las buenas y en las malas, estaba Jennifer, para alentarme, para darme fuerza. Conmigo pan y cebolla.
Volví a Buenos Aires y retomé mi vida corporativa. Le dije a mis padres y a mis amigos lo que íbamos a hacer con Jenn, y aunque todos me decían que estaba loco, nadie se opuso. ¡Que viva el amor! Pero el diablo siempre mete la cola, o el raciocinio.
Yo vivía muy bien solo y empecé a pensar en qué pasaría si me aburría a los tres meses. ¿Qué pasaría si no funcionaba? ¿Cómo le decía que se volviese? En Buenos Aires dejás de ver a alguien, y como mucho dejás de pasar por su barrio, o ir a ciertos bares. Pero con Jenn iba a ser diferente. Además, ella tenía un trabajo ideal: era periodista de hoteles y restaurantes. Visitaba sitios, escribía acerca de ellos y le pagaban. No había chance de que consiga eso acá, en Argentina. Y me cagué. Todavía me acuerdo el diálogo con mi amiga Ana cuando le dije: “Le voy a decir a Jennifer que no venga. Si viene le cago la carrera”. “Ya no podés hacer eso”, me contestó Ana. “I changed my mind”, fue mi última y lapidaria respuesta. Asi que llamé Jennifer. Ella ya notaba cierta frialdad en mis llamados y le expliqué que era una locura que deje todo por mí, que su carrera valía mucho más que venirse a Buenos Aires conmigo. “Es mi elección. Déjame tomar esa elección”, me dijo llorando. “No voy a ser el culpable de cagarte la carrera”, le contesté. Hoy estoy un poco más grande y me sorprende lo putamente frío que fui.
Entonces no vino. Se quedó allá y yo retomé mi vida acá. Cada uno tuvo sus parejas e hizo lo mejor que pudo de su vida…¿Fin? Not yet.

Ella vino años más tarde a hospedarse en un hotel en Buenos Aires, e iba a hacer una crítica acerca del mismo. Es el día de hoy que elijo creerle eso.
Me avisó y nos vimos. Nos pusimos al día de nuestras vidas. Charlamos, nos volvimos a reír juntos. La química estaba intacta y cuando salimos del café, la besé. Una vez más fui atrevido y me salió bien. Ella se quedó y chapamos un rato largo hasta que decidimos ir a un lugar más íntimo. Entramos a la habitación y rompimos todo…pero otra vez no pude combatir. Es la primera vez que me pasó dos veces con la misma mujer. Por el rechazo anterior y esta nueva imposibilidad de estar juntos, se lo tomó mal y creyó que era que ella quien no me gustaba lo suficiente. Ella se sintió horrible, desde lo físico y lo emocional, como que yo no la quería lo suficiente y por eso volvía a fallar. Yo en ese momento estaba atónito y sólo traté de contenerla. Hoy creo que el inconsciente me traicionó feo, porque me gustaba demasiado y me bloqueó como nunca antes. Asi que después de hablar muy poco, caminamos hasta el lujoso hotel donde se hospedaba y nos despedimos una última vez. En esa fría despedida, en la puerta del hotel, frente al obelisco, me dijo una frase que todavía me hace eco:
-          "Amor, a la larga te mata el síndrome de Batman”
-          ¿Cómo?
-          Sin darte cuenta, inconscientemente, es como si quisieses convertirte en tu héroe de la infancia: Batman.
-          No entiendo…
-          -Piénsalo, te gusta la buena vida, las mujeres, no le prestas mucha atención a tu familia y tus raíces, y la reemplazas con la familia que tu mismo sabes armar, que son tus amigos.
-          No es tan así…
-          Tú crees que al estar conmigo tienes que dejar todo eso de lado. Y no tendrías porque hacerlo, pero algo te impulsa a quedarte solo. Batman puede amar a muchas mujeres (y lo hace), pero hay algo que guarda dentro suyo: no se puede amar a si mismo, lo limita en la entrega que puede dar. Batman es la clase de hombres que jamás podría tener una relación saludable en su vida. No te conviertas en Batman.

Me bajó la cabeza y me dio un beso en la frente. Entró al lobby del hotel sin mirar para atrás. Yo me quedé mirando cómo se iba…solo, en la Ciudad Gótica de Sudamérica.

Estuvimos un tiempo sin estar en contacto, pero el tiempo nos reencontró a través de las redes sociales. Hace años que tiene una pareja estable y saludable. Alguien que le da todo, como debe ser el amor, con la entrega absoluta. “Contigo pan y cebolla”, están juntos y se la ve feliz.

Años más tarde, mucho más cercano a nuestros días, cené con El Hombre de la Pipa, su amigo y colega argentino. Le conté todo y tuvo una triste reflexión: “Eras distinto, eras más chico, no te la jugaste, siempre nos va a quedar la duda de qué hubiese pasado si tenían el polvo de la vida, o si al convivir acá todo se desmoronaba naturalmente, o fluía y seguían juntos…pero bueh, es contra fáctico, no tiene sentido pensarlo, tenes una buena vida al final, pero siempre nos va a quedar la puta duda”.


Yo me mudé de Ciudad Gótica. Ahora vivo frente al mar. Trato de aprender de mis errores y correr más riesgos, de vida y emocionales. Lucho contra el síndrome Batman todos los días.



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Martín Túnica.