El padre de Bridget nació en Cork,
Irlanda. Vino con su mujer embarazada para Argentina a trabajar en el campo, en
una estancia con muchos inmigrantes irlandeses. Bridget fue concebida en
Irlanda pero nació aquí. Fue una bebe de tez muy blanca, pelo negro azabache y
ojos azules color zafiro.
Como sus padres y hermanos
trabajaban en el campo, Bridget fue enviada pupila a una escuela. Pasó su
infancia estudiando, rodeada de religiosos, y con poco contacto familiar de sus
padres y sus 10 hermanos (de los cuales 8 eran varones). Comenzó a trabajar muy
temprano. De adolescente ya cuidaba niños. Cuando no estudiaba, o trabajaba, su
único refugio y escape era ir a la iglesia. Allí estaba aislada, en paz,
protegida. No sufría su realidad.
Con el paso de los años comenzó a
desear ser religiosa, pero si estudiaba y se convertía en monja, no iba a poder
ayudar económicamente a su familia. Su tronco familiar se opuso y ella sintió
demasiada responsabilidad. Negó su vocación religiosa. Estudió magisterio, mientras
daba clases de inglés y cuidaba a los niños de las familias acaudaladas, en el
campo donde vivía con su familia. Su máxima alegría continuó siendo el asistir
a misa, estar entre pares, sentir que era parte de un todo más grande, encontrar
un grupo de pertenencia. Bridget era muy infeliz, estaba siempre cansada.
Lloraba en los rincones y en la ducha, para que no la escuchen sus jefes o
familiares.
Eventualmente conoció a Tomás. Los
dos iban a la misma iglesia, los dos eran de familia numerosa y descendientes
de irlandeses. Se gustaron, se hicieron compañía, se besaron. Tomás se tuvo que
ir a trabajar a otro campo y prometieron volver a verse, escribirse. Hasta
tímidamente pensaron un futuro juntos. Intercambiaron muchas cartas. Pasaron
muchos meses. Con el tiempo él dejó de contestar. Meses más tarde Tomás volvió
al pueblo: casado con otra mujer, embarazada de unos pocos meses. Bridget quedó
devastada. Encontró el refugio a su desconsuelo en la iglesia y en tener más
trabajo todavía. Pasó a trabajar y vivir en la estancia de Don Bernardo Dugan,
primero como niñera full time y eventualmente como institutriz de los hijos del
terrateniente.
En un baile, a sus 20 años, conoció
a otro Tomás. Al principio lo ignoró. Ese nombre le producía mucho dolor. Pero
el nuevo Tomás era alegre, sonriente, alto, rubio, de ojos azules también y un gran
bailarín. La hacía reír un poco y con esfuerzo Tomás se acercó a la vida de
Bridget. Tomás era vendedor ambulante e iba de pueblo en pueblo. Ella no quiso
tener nada serio con él porque el peregrinaje entre pueblos le traía malos
recuerdos del Tomás anterior.
Tomás pasaba seguido por el pueblo,
la buscaba y una noche estuvieron juntos. La invitó a huir de todo: de su familia,
de sus responsabilidades. Le propuso casarse y comenzar de nuevo, en Buenos
Aires. Bridget era muy infeliz y pensó que quizás con él, y con formar una
nueva familia, podría ser feliz.
Se casaron y viajaron juntos a la Capital.
Nunca miraron para atrás. Vivieron unos años alquilando una pieza en un
conventillo cerca de la Plaza
de Mayo. Tomás trabajaba como vendedor ambulante y haciendo changas. Eran
pobres. Apenas tenían para comer. Juntos ya tenían una nena de pocos años y Bridget
estaba embarazada de un varón. Una tarde, su situación de vida y financiera la
quebró en llanto en plena Plaza de Mayo. Un hombre muy galante y de bigote fino
se acercó e intentó consolarla:
-
Tranquila
madre, ¿Por qué llora?
-
Estoy
embarazada nuevamente y apenas tenemos dinero para pagar una pieza en la calle
Defensa.
-
Tranquila
madre, ya todo va a cambiar.
-
No
sé cómo, somos muy pobres. Tengo miedo de no tener suficiente comida para darle
a mi bebé. Encima mi marido no tiene trabajo estable y no podemos conseguir un
crédito para un tener por los menos un ranchito.
-
Bueno,
madre. No llore. Que su marido vaya a esta dirección mañana y vamos a ver de
qué manera los pueden ayudar.
-
¿Pero
usted qué puede hacer? No se moleste…
-
Tranquila
madre, que su marido vaya mañana y que diga que viene de parte de Juancito. Lo
van a estar esperando. Ya todo va a cambiar. Buen día, madre.
El joven se alejó y Bridget se quedó
sollozando. Por la noche le contó a su marido y le pidió que vaya bien
arreglado a esa dirección en la tarjeta del Banco Hipotecario.
Al día siguiente Tomás se presentó
lo mejor vestido posible, con ropa prestada de otros vecinos que no era
exactamente de su talle. Mostró la tarjeta y dijo que se la había dado Juancito
para que lo ayuden con un crédito para comprarse una casita, donde sea. La
persona que lo recibió ya estaba informada que un joven vendría de parte de
Juancito. Lo hizo sentar en un escritorio y comenzaron las formalidades para
que se le otorgue un crédito hipotecario. Le sugirieron comprar tierra y
construir en el oeste de la provincia de Buenos Aires.
Con el tiempo, el crédito sería
aprobado. Bridget, Tomás y sus dos hijos se mudaron a Ramos Mejía. Allí
compraron un terreno y empezaron a construir. Tomás volvió al Banco Hipotecario
para agradecerle personalmente a quien le había facilitado el trámite del
crédito. Quería conocer a Juancito. Los administrativos cortésmente le dijeron
que Juancito estaba muy ocupado pero que había sido notificado que el crédito
que él ordenó sea aprobado finalmente se llevó a cabo. “Nos hubiera dicho que
era amigo de Juan Duarte”, le dijo un cajero. El hombre que se detuvo a
consolar a una mujer embarazada que lloraba, no era otro que Juancito Duarte,
hermano de Eva Perón. Bon vivant nacional y ángel de la guarda de esa familia.
Bridget (nuevamente embarazada) y
Tomás pusieron una huerta y tuvieron gallinas en el fondo de su ranchito.
Hacían trueque de comida y servicios con otros vecinos de igual condición
social. Sobrevivían, pero ya con techo propio para recibir al tercer hijo del
matrimonio. Con el tiempo Bridget tuvo y crió cuatro hijos: Lizzie, Tom,
Michael y Jorge. Tom padre vendía sábanas en la calle o lo que pudiese para
sobrevivir. Pobre, sí, pero siempre con una sonrisa brillante en la cara y sus
aventurados pasos de baile.
Bridget seguía sufriendo porque
había pasado de criar muchos hijos ajenos en el campo a criar muchos hijos
propios en un nuevo campo (el terreno propio en la provincia de Buenos Aires).
Su misión en la vida había sido criar hijos. Su único escape era ir a misa en
el Colegio Don Bosco de Ramos Mejía. Su único descargo era llorar en la ducha.
De niña. De adolescente. De joven. De grande.
La pobreza los abrumaba. Una navidad
no tenían regalos para sus hijos y sólo les regalaron un tomate a cada uno, que
comieron esa misma noche. Sin embargo, cuando alguien venía a la puerta a pedir
comida, aunque no tuviesen mucho, al menos le servían una tasa de té caliente
con un pedazo de pan. “Nadie se va con hambre de mi casa, ni siquiera de la entrada
de mi casa”, repetía Tomás; con esa dignidad que sólo los menos favorecidos
conocen.
Bridget tejía y vendía sus tejidos,
generalmente acompañada de sus hijos. Cuando su hija mayor creció y se quiso
casar, Bridget ya era una señora mayor y le advirtió a su primogénita: “No
estés tan feliz, las mujeres están para sufrir y tener hijos”. Bridget no pudo
abrirse paso en el mundo como mujer. Anheló ser monja y huir del devenir diario
normal toda su vida. Lloró en los rincones, pasillos y en la ducha hasta sus
últimos días.
Tom falleció cuando ambos eran
ancianos. Entre los dos, como pudieron, criaron una familia numerosa que tuvo
nietos. Todos con nombres y facciones irlandeses, los niños apenas le dibujaban
una sonrisa. Su pasado le pesaba demasiado y eclipsaba lo que podría haber sido
su futuro.
Bridget fue una buena mujer pero
triste, que hizo lo mejor que pudo.
Bridget fue una de las mujeres de mi
vida.
Bridget fue mi abuela.
Texto:
Leandro Paolini Somers.
Ilustración:
Sole Otero.
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