Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

martes, 29 de noviembre de 2016

Bridget.

El padre de Bridget nació en Cork, Irlanda. Vino con su mujer embarazada para Argentina a trabajar en el campo, en una estancia con muchos inmigrantes irlandeses. Bridget fue concebida en Irlanda pero nació aquí. Fue una bebe de tez muy blanca, pelo negro azabache y ojos azules color zafiro.

Como sus padres y hermanos trabajaban en el campo, Bridget fue enviada pupila a una escuela. Pasó su infancia estudiando, rodeada de religiosos, y con poco contacto familiar de sus padres y sus 10 hermanos (de los cuales 8 eran varones). Comenzó a trabajar muy temprano. De adolescente ya cuidaba niños. Cuando no estudiaba, o trabajaba, su único refugio y escape era ir a la iglesia. Allí estaba aislada, en paz, protegida. No sufría su realidad.

Con el paso de los años comenzó a desear ser religiosa, pero si estudiaba y se convertía en monja, no iba a poder ayudar económicamente a su familia. Su tronco familiar se opuso y ella sintió demasiada responsabilidad. Negó su vocación religiosa. Estudió magisterio, mientras daba clases de inglés y cuidaba a los niños de las familias acaudaladas, en el campo donde vivía con su familia. Su máxima alegría continuó siendo el asistir a misa, estar entre pares, sentir que era parte de un todo más grande, encontrar un grupo de pertenencia. Bridget era muy infeliz, estaba siempre cansada. Lloraba en los rincones y en la ducha, para que no la escuchen sus jefes o familiares.

Eventualmente conoció a Tomás. Los dos iban a la misma iglesia, los dos eran de familia numerosa y descendientes de irlandeses. Se gustaron, se hicieron compañía, se besaron. Tomás se tuvo que ir a trabajar a otro campo y prometieron volver a verse, escribirse. Hasta tímidamente pensaron un futuro juntos. Intercambiaron muchas cartas. Pasaron muchos meses. Con el tiempo él dejó de contestar. Meses más tarde Tomás volvió al pueblo: casado con otra mujer, embarazada de unos pocos meses. Bridget quedó devastada. Encontró el refugio a su desconsuelo en la iglesia y en tener más trabajo todavía. Pasó a trabajar y vivir en la estancia de Don Bernardo Dugan, primero como niñera full time y eventualmente como institutriz de los hijos del terrateniente.

En un baile, a sus 20 años, conoció a otro Tomás. Al principio lo ignoró. Ese nombre le producía mucho dolor. Pero el nuevo Tomás era alegre, sonriente, alto, rubio, de ojos azules también y un gran bailarín. La hacía reír un poco y con esfuerzo Tomás se acercó a la vida de Bridget. Tomás era vendedor ambulante e iba de pueblo en pueblo. Ella no quiso tener nada serio con él porque el peregrinaje entre pueblos le traía malos recuerdos del Tomás anterior.

Tomás pasaba seguido por el pueblo, la buscaba y una noche estuvieron juntos. La invitó a huir de todo: de su familia, de sus responsabilidades. Le propuso casarse y comenzar de nuevo, en Buenos Aires. Bridget era muy infeliz y pensó que quizás con él, y con formar una nueva familia, podría ser feliz.

Se casaron y viajaron juntos a la Capital. Nunca miraron para atrás. Vivieron unos años alquilando una pieza en un conventillo cerca de la Plaza de Mayo. Tomás trabajaba como vendedor ambulante y haciendo changas. Eran pobres. Apenas tenían para comer. Juntos ya tenían una nena de pocos años y Bridget estaba embarazada de un varón. Una tarde, su situación de vida y financiera la quebró en llanto en plena Plaza de Mayo. Un hombre muy galante y de bigote fino se acercó e intentó consolarla:
-          Tranquila madre, ¿Por qué llora?
-          Estoy embarazada nuevamente y apenas tenemos dinero para pagar una pieza en la calle Defensa.
-          Tranquila madre, ya todo va a cambiar.
-          No sé cómo, somos muy pobres. Tengo miedo de no tener suficiente comida para darle a mi bebé. Encima mi marido no tiene trabajo estable y no podemos conseguir un crédito para un tener por los menos un ranchito.
-          Bueno, madre. No llore. Que su marido vaya a esta dirección mañana y vamos a ver de qué manera los pueden ayudar.
-          ¿Pero usted qué puede hacer? No se moleste…
-          Tranquila madre, que su marido vaya mañana y que diga que viene de parte de Juancito. Lo van a estar esperando. Ya todo va a cambiar. Buen día, madre.

El joven se alejó y Bridget se quedó sollozando. Por la noche le contó a su marido y le pidió que vaya bien arreglado a esa dirección en la tarjeta del Banco Hipotecario.

Al día siguiente Tomás se presentó lo mejor vestido posible, con ropa prestada de otros vecinos que no era exactamente de su talle. Mostró la tarjeta y dijo que se la había dado Juancito para que lo ayuden con un crédito para comprarse una casita, donde sea. La persona que lo recibió ya estaba informada que un joven vendría de parte de Juancito. Lo hizo sentar en un escritorio y comenzaron las formalidades para que se le otorgue un crédito hipotecario. Le sugirieron comprar tierra y construir en el oeste de la provincia de Buenos Aires.

Con el tiempo, el crédito sería aprobado. Bridget, Tomás y sus dos hijos se mudaron a Ramos Mejía. Allí compraron un terreno y empezaron a construir. Tomás volvió al Banco Hipotecario para agradecerle personalmente a quien le había facilitado el trámite del crédito. Quería conocer a Juancito. Los administrativos cortésmente le dijeron que Juancito estaba muy ocupado pero que había sido notificado que el crédito que él ordenó sea aprobado finalmente se llevó a cabo. “Nos hubiera dicho que era amigo de Juan Duarte”, le dijo un cajero. El hombre que se detuvo a consolar a una mujer embarazada que lloraba, no era otro que Juancito Duarte, hermano de Eva Perón. Bon vivant nacional y ángel de la guarda de esa familia.

Bridget (nuevamente embarazada) y Tomás pusieron una huerta y tuvieron gallinas en el fondo de su ranchito. Hacían trueque de comida y servicios con otros vecinos de igual condición social. Sobrevivían, pero ya con techo propio para recibir al tercer hijo del matrimonio. Con el tiempo Bridget tuvo y crió cuatro hijos: Lizzie, Tom, Michael y Jorge. Tom padre vendía sábanas en la calle o lo que pudiese para sobrevivir. Pobre, sí, pero siempre con una sonrisa brillante en la cara y sus aventurados pasos de baile.

Bridget seguía sufriendo porque había pasado de criar muchos hijos ajenos en el campo a criar muchos hijos propios en un nuevo campo (el terreno propio en la provincia de Buenos Aires). Su misión en la vida había sido criar hijos. Su único escape era ir a misa en el Colegio Don Bosco de Ramos Mejía. Su único descargo era llorar en la ducha. De niña. De adolescente. De joven. De grande.

La pobreza los abrumaba. Una navidad no tenían regalos para sus hijos y sólo les regalaron un tomate a cada uno, que comieron esa misma noche. Sin embargo, cuando alguien venía a la puerta a pedir comida, aunque no tuviesen mucho, al menos le servían una tasa de té caliente con un pedazo de pan. “Nadie se va con hambre de mi casa, ni siquiera de la entrada de mi casa”, repetía Tomás; con esa dignidad que sólo los menos favorecidos conocen.

Bridget tejía y vendía sus tejidos, generalmente acompañada de sus hijos. Cuando su hija mayor creció y se quiso casar, Bridget ya era una señora mayor y le advirtió a su primogénita: “No estés tan feliz, las mujeres están para sufrir y tener hijos”. Bridget no pudo abrirse paso en el mundo como mujer. Anheló ser monja y huir del devenir diario normal toda su vida. Lloró en los rincones, pasillos y en la ducha hasta sus últimos días.

Tom falleció cuando ambos eran ancianos. Entre los dos, como pudieron, criaron una familia numerosa que tuvo nietos. Todos con nombres y facciones irlandeses, los niños apenas le dibujaban una sonrisa. Su pasado le pesaba demasiado y eclipsaba lo que podría haber sido su futuro.

Bridget fue una buena mujer pero triste, que hizo lo mejor que pudo.

Bridget fue una de las mujeres de mi vida.


Bridget fue mi abuela.    



Texto: Leandro Paolini Somers.

Ilustración: Sole Otero.



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