Una vez por mes subiré alguna anécdota patética (donde yo le doy peso al adjetivo),
que contada suele ser graciosa y tipeada veremos cómo queda.

miércoles, 30 de abril de 2014

La Guerra y la Paz, con la Psicóloga Mochilera.


Después de haber escrito acerca de la actriz, un amigo me reclamó: “¿Y la Julia Roberts cheta? ¿Y la psicóloga mochilera? Antes de la actriz tenías que hablar de esas”. Si bien el orden de mis relatos es netamente lírico-genital, su comentario disparó una cierta rectificación cronológica que espero sea de vuestro agrado humorístico-escatológico ;)

María Eugenia B.S, hermosa colega poliglota nacida en San Isidro, era un clon local de Julia Roberts. La conocí en una fiesta que organizó uno de los institutos para los que trabajé, y ahí fue que me comentó que “quería escaparse de todo, mochilear por Sudamérica”. Con un espontáneo “let’s” y algunos cafés y charlas más, cerramos el pacto y me puse a preparar el viaje. M.E, estudiaba periodismo en el Instituto Grafotécnico. Por ella me decidí a viajar por Latinoamérica y a partir de ese viaje quise ser periodista.

Hasta ese momento yo había transado con muchas, había tocado varias tetas, pero de coger ni hablar. Quise creer que se me podía dar con una flaca de la que me iba enamorando, que se había criado como yo, que hablaba en Spanglish, que era una idealista del Periodismo y que tenía una belleza tan singular que hasta enamoró a un amigo gay.

Fue un viaje plagado de histeria de su parte y de grandes “dormilonas” de las mías. En medio del trayecto, ella se enganchó de paso con un rugbier tucumano y eso fue “the beginning of the end” para mí. Al cruzar la frontera y entrar en Perú, llegando a Cuzco, María Eugenia me dice:

-Cuando lleguemos, yo me voy a tomar el tren que va a Machu Pichu.

-¿No vas a hacer el Camino del Inca? – pregunté.

-No.

-Viniste hasta acá para hacer eso…

-Sí, pero quiero hacerlo en tren y volver a Buenos Aires. ¿Querés venir conmigo?

-No, yo lo voy a hacer a pie – respondí, con el dolor de saber que mi historia con ella terminaba ahí, porque hacer el Camino del Inca a pie era el principal propósito del viaje, y si me iba con ella, nada me garantizaba que la magia iba a llegar de repente. Si no había pasado nada hasta ese momento, solamente iba a ser su compañero de viajes e inflador anímico. Mi posibilidad de estar transpirando con ella se perdía “como lagrimas en la lluvia”.

No hubo diálogo en esas últimas cuadras desde la terminal de micro hasta la terminal de tren. Ella iba callada y yo también, asimilando la derrota final. Cuando llegamos, había un tren que salía en cinco minutos y María Eugenia decidió tomar ese (mejor ponerle un final rápido, habrá pensado). Lo que siguió, fue uno de los diálogos más patéticos de los que participé:

-Te voy a extrañar – dije yo (y qué quieren, estaba enamorado).

-¿Me prestás 50 pesos? – contestó ella (tenía hielo en la sangre, quizás hoy sea asesina a sueldo).

Como un nabo le presté los cincuenta pesos, me dio un beso y se fue…
 

La adoraba y se me había ido. Garchar nunca estuvo tan cerca y tan lejos a la vez. Pero seguí mochileando, aunque seguía descorazonado, seguía virgen y justo apareció Carolina. Caro era rubia, psicóloga, muy sociable y me daba bola; epa, en ese momento era lo único que necesitaba. Venía de un duro golpe, creía haberme levantado un minon como Eugenia, creía jugar una final de Champions con Julia Roberts y la cosa no se dio. Así que cuando apareció Carolina, supuse que era una enviada celestial a rescatarme. La psicóloga era parte de un pelotón de mochileros y con ella caminé casi todo el quinto día de regreso a Cusco, bordeando los rieles del tren. Era rubia, delgada, muy blanca, tenía buen culo y creo que nos gustábamos. Quizás en Cusco finalmente iba a garchar…

Después del Camino del Inca, nos fuimos todos a los hoteles y pactamos encontrarnos todas las noches en un bar irlandés del mismísimo Cozqo. Me crucé a Carolina camino al hotel y me comentó que había sacado un pasaje a Trujillo. Una gran coincidencia. Me lo mostró y tenía el mismo día, el mismo horario, y el asiento al lado mío. Posta. Atónito, le mostré el mío que acababa de sacar. Como había coincidencias dignas de una película de Hollywood,  nos quedamos mirando y me forcé a ver qué había de interesante en Carolina y en esas casualidades que el destino me estaba tirando. Así que juntos decidimos seguir rumbo al norte. Me sentía parte de una comedia tragi-cómica de Nora Ephron.

Los otros mochileros amigos me saludaron con un guiño al ver que seguía de viaje con la rubia. “Grande campeón”, dijeron algunos que me vieron sobreponer el abandono de Julia Roberts con el triunfo de la psicóloga mochilera. La cena estaba servida, y creo que los dos nos alejamos sonriendo.

Por la noche, tomamos el micro rumbo a Trujillo, que pasaba vía Lima. Carolina hablaba y hablaba, y a mi no me importaba nada, por las coincidencias y porque la remaba, seguí de viaje con ella. Tenía ganas de agarrarla en Trujillo y que no me olvide.

Llegamos a Trujillo y nos fuimos para un hostel que recomendaba la Lonely Planet. Solamente quedaba disponible una habitación con dos camas separadas, y como ella no tuvo problemas, nos registramos ahí. Ese mismo día decidimos ir juntos a ver las ruinas de Chan Chan y después terminar el día en la playa. Hasta ahí la cosa venía bien. Mucho dialogo, mucho de conocerse, yo que ya planeaba juntar las dos camas individuales si se me daba, etc.

Por la noche fuimos a tomar algo y a cenar, y ahora era yo el que histeriqueaba y se hacía el boludo porque Carolina ya no era interesante para nada. Cuando le robe un beso, descubrí que tenía mal aliento. Así que la primera noche, mantuvimos las camas separadas, pretendimos estar cansados y dormimos hasta el mediodía siguiente. Fue interesante conocer a una mujer que ronca más que yo.

En nuestro segundo día en Trujillo, el plan era almorzar, caminar mucho y volver a las playas de Huanchaco, para que yo pueda surfear. Fuimos a almorzar ceviche mixto, picante, y aunque yo no tuve ningún problema, tuvimos que volver rápidamente al baño del hostel porque Carolina se empezó a sentir mal. La habitación tenía un baño en suite, pero su puerta, aunque era de madera, tenía el espesor de una cartulina, y ninguno de los dos lo sabía. Ella entró raudamente al baño, y yo me tiré a la cama a leer La Guerra y la Paz hasta que ella salga. La lectura vino con efectos sonoros, ya que podía escuchar los chorros diarreticos de la psicóloga y sus quejidos de los cólicos. Y yo, que no sabía qué hacer. Si me iba, era evidente que había escuchado todo, y la vergüenza iba a ser grande para ella. Así que lo mejor que pensé, en ese momento, fue quedarme en la habitación y poner cara de póquer, como que no había escuchado nada. Cuando Carolina salió del  baño, el vaho a diarrea inundó la habitación, pero yo igual, imperturbable, con mi cara de nada, le pregunté: “¿Todo bien?”.

-“No, estoy un poquito descompuesta” – respondió. Un poquito, nada. La pobre flaca había bajado dos kilos. Así que media insoportable como era y descompuesta, me decidí a partir lo antes posible. Su mal aliento había sido un aviso premonitorio de que su estomago no estaba bien. Ella estaba hecha un desastre. Cada hora la veía peor y no podía olvidar los chorros y quejidos que habían salido del baño. Ya tenía claro que no la iba a tocar ni con un chorro de soda. Sin embargo, ese día me quedé con ella. Fui a una farmacia, le compré pastillas de carbón, y agua para que tome. Salimos a caminar, el mar en Huanchaco seguía planchado, y me dio la excusa perfecta para decirle: “Che, el mar está muerto acá. Así que yo voy a viajar mañana a la mañana para surfear en Ecuador”.

-“Ah, bueno, yo me vuelvo a Lima” – dijo un poco avergonzada. Los dos sabíamos por qué yo me iba, y nos hicimos bien los boludos. Y me alegro que así haya sido.

Esa noche le sugerí comer arroz (“por las dudas, viste” – me seguía haciendo el desentendido) y yo me pedí un hot dog con repollo y jugo de piña. Medio kamikaze lo mío, pero con las comidas era así. Ella se tomó una 7up, sacándole el gas, y cuando regresamos a la habitación, nos pusimos a preparar el equipaje para irnos por la mañana.

Al día siguiente, nos despertamos temprano y mientras ella desayunaba té, yo me bajaba un licuado de banana, después de haber comprado unos recuerdos del lugar. Cuando fuimos a la terminal a sacar los pasajes, a Carolina le dije que me había comprado uno para Quito, pero había sacado uno para Lima y lo había metido rápidamente en la mochila. Hablamos un rato más y le dije que tenga suerte, que siga viajando, que no cambie; muy falso lo mío. Ni le pedí sus datos, encaré para un bus que decía Quito, pero pasé por atrás, y me fui a otro que decía Lima. En ese entré, me senté y me dormí hasta llegar a la capital de Perú. Por suerte ella tomó otro micro.


A Carolina también la volví a ver cerca de mi facultad, pero me hice el boludo y ella no me vio, seguro. No pude evitar sonreír cuando la vi venir. No pude evitar recordar los párrafos de Tolstoi acompañados de sus chorros sobre la porcelana y sus quejidos de cólicos. Nunca pude terminar de leer ese libro. Nunca más lo pude leer con seriedad. Lo vendí la semana pasada. Solamente me quedará el recuerdo de La Guerra y la Paz, y los cañonazos de Carolina.



Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Nicolás Brondo.