Después de haber escrito acerca de la actriz,
un amigo me reclamó: “¿Y la Julia Roberts cheta? ¿Y la psicóloga mochilera?
Antes de la actriz tenías que hablar de esas”. Si bien el orden de mis relatos
es netamente lírico-genital, su comentario disparó una cierta rectificación
cronológica que espero sea de vuestro agrado humorístico-escatológico ;)
María Eugenia B.S, hermosa
colega poliglota nacida en San Isidro, era un clon local de Julia Roberts. La
conocí en una fiesta que organizó uno de los institutos para los que trabajé, y
ahí fue que me comentó que “quería escaparse de todo, mochilear por
Sudamérica”. Con un espontáneo “let’s”
y algunos cafés y charlas más, cerramos el pacto y me puse a preparar el viaje.
M.E, estudiaba periodismo en el Instituto Grafotécnico. Por ella me decidí a
viajar por Latinoamérica y a partir de ese viaje quise ser periodista.
Hasta ese momento yo había
transado con muchas, había tocado varias tetas, pero de coger ni hablar. Quise
creer que se me podía dar con una flaca de la que me iba enamorando, que se
había criado como yo, que hablaba en Spanglish, que era una idealista del
Periodismo y que tenía una belleza tan singular que hasta enamoró a un amigo
gay.
Fue un viaje plagado de histeria
de su parte y de grandes “dormilonas” de las mías. En medio del trayecto, ella
se enganchó de paso con un rugbier tucumano y eso fue “the beginning of the end” para mí. Al cruzar la frontera y entrar
en Perú, llegando a Cuzco, María Eugenia me dice:
-Cuando lleguemos, yo me voy a
tomar el tren que va a Machu Pichu.
-¿No vas a hacer el Camino del
Inca? – pregunté.
-No.
-Viniste hasta acá para hacer
eso…
-Sí, pero quiero hacerlo en tren
y volver a Buenos Aires. ¿Querés venir conmigo?
-No, yo lo voy a hacer a pie –
respondí, con el dolor de saber que mi historia con ella terminaba ahí, porque
hacer el Camino del Inca a pie era el principal propósito del viaje, y si me iba
con ella, nada me garantizaba que la magia iba a llegar de repente. Si no había
pasado nada hasta ese momento, solamente iba a ser su compañero de viajes e
inflador anímico. Mi posibilidad de estar transpirando con ella se perdía “como
lagrimas en la lluvia”.
No hubo diálogo en esas últimas
cuadras desde la terminal de micro hasta la terminal de tren. Ella iba callada
y yo también, asimilando la derrota final. Cuando llegamos, había un tren que
salía en cinco minutos y María Eugenia decidió tomar ese (mejor ponerle un
final rápido, habrá pensado). Lo que siguió, fue uno de los diálogos más
patéticos de los que participé:
-Te voy a extrañar – dije yo (y
qué quieren, estaba enamorado).
-¿Me prestás 50 pesos? –
contestó ella (tenía hielo en la sangre, quizás hoy sea asesina a sueldo).
Como un nabo le presté los
cincuenta pesos, me dio un beso y se fue…
La adoraba y se me había ido. Garchar nunca
estuvo tan cerca y tan lejos a la vez. Pero seguí mochileando, aunque seguía
descorazonado, seguía virgen y justo apareció Carolina. Caro era rubia,
psicóloga, muy sociable y me daba bola; epa, en ese momento era lo único que
necesitaba. Venía de un duro golpe, creía haberme levantado un minon como
Eugenia, creía jugar una final de Champions con Julia Roberts y la cosa no se
dio. Así que cuando apareció Carolina, supuse que era una enviada celestial a
rescatarme. La psicóloga era parte de un pelotón
de mochileros y con ella caminé casi todo el quinto día de regreso a Cusco,
bordeando los rieles del tren. Era rubia, delgada, muy blanca, tenía buen culo
y creo que nos gustábamos. Quizás en Cusco finalmente iba a garchar…
Después del Camino del Inca, nos fuimos todos a
los hoteles y pactamos encontrarnos todas las noches en un bar irlandés del
mismísimo Cozqo. Me crucé a Carolina camino al hotel y me comentó que había
sacado un pasaje a Trujillo. Una gran coincidencia. Me lo mostró y tenía el
mismo día, el mismo horario, y el asiento al lado mío. Posta. Atónito, le
mostré el mío que acababa de sacar. Como había coincidencias dignas de una
película de Hollywood, nos quedamos
mirando y me forcé a ver qué había de interesante en Carolina y en esas
casualidades que el destino me estaba tirando. Así que juntos decidimos seguir
rumbo al norte. Me sentía parte de una comedia tragi-cómica de Nora Ephron.
Los otros mochileros amigos me saludaron con un
guiño al ver que seguía de viaje con la rubia. “Grande campeón”, dijeron
algunos que me vieron sobreponer el abandono de Julia Roberts con el triunfo de
la psicóloga mochilera. La cena estaba servida, y creo que los dos nos alejamos
sonriendo.
Por la noche, tomamos el micro rumbo a
Trujillo, que pasaba vía Lima. Carolina hablaba y hablaba, y a mi no me
importaba nada, por las coincidencias y porque la remaba, seguí de viaje con
ella. Tenía ganas de agarrarla en Trujillo y que no me olvide.
Llegamos a Trujillo y nos fuimos para un hostel
que recomendaba la Lonely Planet.
Solamente quedaba disponible una habitación con dos camas separadas, y como
ella no tuvo problemas, nos registramos ahí. Ese mismo día decidimos ir juntos
a ver las ruinas de Chan Chan y después terminar el día en la playa. Hasta ahí
la cosa venía bien. Mucho dialogo, mucho de conocerse, yo que ya planeaba
juntar las dos camas individuales si se me daba, etc.
Por la noche fuimos a tomar algo
y a cenar, y ahora era yo el que histeriqueaba y se hacía el boludo porque
Carolina ya no era interesante para nada. Cuando le robe un beso, descubrí que
tenía mal aliento. Así que la primera noche, mantuvimos las camas separadas,
pretendimos estar cansados y dormimos hasta el mediodía siguiente. Fue
interesante conocer a una mujer que ronca más que yo.
En nuestro segundo día en
Trujillo, el plan era almorzar, caminar mucho y volver a las playas de
Huanchaco, para que yo pueda surfear. Fuimos a almorzar ceviche mixto, picante,
y aunque yo no tuve ningún problema, tuvimos que volver rápidamente al baño del
hostel porque Carolina se empezó a sentir mal. La habitación tenía un baño en
suite, pero su puerta, aunque era de madera, tenía el espesor de una cartulina,
y ninguno de los dos lo sabía. Ella entró raudamente al baño, y yo me tiré a la
cama a leer La Guerra
y la Paz hasta
que ella salga. La lectura vino con efectos sonoros, ya que podía escuchar los
chorros diarreticos de la psicóloga y sus quejidos de los cólicos. Y yo, que no
sabía qué hacer. Si me iba, era evidente que había escuchado todo, y la
vergüenza iba a ser grande para ella. Así que lo mejor que pensé, en ese
momento, fue quedarme en la habitación y poner cara de póquer, como que no
había escuchado nada. Cuando Carolina salió del
baño, el vaho a diarrea inundó la habitación, pero yo igual,
imperturbable, con mi cara de nada, le pregunté: “¿Todo bien?”.
-“No, estoy un poquito
descompuesta” – respondió. Un poquito, nada. La pobre flaca había bajado dos
kilos. Así que media insoportable como era y descompuesta, me decidí a partir
lo antes posible. Su mal aliento había sido un aviso premonitorio de que su
estomago no estaba bien. Ella estaba hecha un desastre. Cada hora la veía peor
y no podía olvidar los chorros y quejidos que habían salido del baño. Ya tenía
claro que no la iba a tocar ni con un chorro de soda. Sin embargo, ese día me
quedé con ella. Fui a una farmacia, le compré pastillas de carbón, y agua para
que tome. Salimos a caminar, el mar en Huanchaco seguía planchado, y me dio la
excusa perfecta para decirle: “Che, el mar está muerto acá. Así que yo voy a
viajar mañana a la mañana para surfear en Ecuador”.
-“Ah, bueno, yo me vuelvo a
Lima” – dijo un poco avergonzada. Los dos sabíamos por qué yo me iba, y nos hicimos
bien los boludos. Y me alegro que así haya sido.
Esa noche le sugerí comer arroz
(“por las dudas, viste” – me seguía haciendo el desentendido) y yo me pedí un
hot dog con repollo y jugo de piña. Medio kamikaze lo mío, pero con las comidas
era así. Ella se tomó una 7up, sacándole el gas, y cuando regresamos a la
habitación, nos pusimos a preparar el equipaje para irnos por la mañana.
Al día siguiente, nos
despertamos temprano y mientras ella desayunaba té, yo me bajaba un licuado de
banana, después de haber comprado unos recuerdos del lugar. Cuando fuimos a la
terminal a sacar los pasajes, a Carolina le dije que me había comprado uno para
Quito, pero había sacado uno para Lima y lo había metido rápidamente en la
mochila. Hablamos un rato más y le dije que tenga suerte, que siga viajando,
que no cambie; muy falso lo mío. Ni le pedí sus datos, encaré para un bus que
decía Quito, pero pasé por atrás, y me fui a otro que decía Lima. En ese entré,
me senté y me dormí hasta llegar a la capital de Perú. Por suerte ella tomó
otro micro.
A Carolina también la volví a
ver cerca de mi facultad, pero me hice el boludo y ella no me vio, seguro. No
pude evitar sonreír cuando la vi venir. No pude evitar recordar los párrafos de
Tolstoi acompañados de sus chorros sobre la porcelana y sus quejidos de
cólicos. Nunca pude terminar de leer ese libro. Nunca más lo pude leer con
seriedad. Lo vendí la semana pasada. Solamente me quedará el recuerdo de La
Guerra y la Paz, y los cañonazos de Carolina.
Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Nicolás Brondo.
Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Nicolás Brondo.