Hace unos años, un amigo me llamó y me dijo:
“Juntémonos a cenar”. El tono era serio y yo ya intuía la razón de la cena. Nos
encontramos en Callao y Rivadavia, en Congreso, y caminamos por calles cercanas
a Moreno. Era de noche y hablamos pavadas.
Llegamos ante una puerta que podría haber sido la de
una casa chorizo típica del área. Cuando mi amigo tocó el timbre, le
contestaron en japonés y él anunció que tenía una reserva hecha (los dos
aprendimos japonés en algún momento de nuestras vidas…cosas que pasan…). “Vas
a ver lo que es este lugar”, me dijo mi amigo a quien llamaré Roberto.
Nos abrieron la puerta, recorrimos un largo
pasillo, todo decorado en madera, con una luz tenue al fondo que iluminaba todo
el recorrido. Cuando ingresamos a la propiedad, al otro lado del pasaje, me di
cuenta que estábamos en un tradicional restaurant japonés, con sus boxes
individuales (serían unos 12, tres en cada pared) y en el centro había una gran
mesa de madera. Era un restaurant VIP porque nosotros dos éramos los únicos gaijins en el lugar y se sentía súper
exclusivo. Cuando le pregunté a mi muy rubio amigo cómo nos dejaron entrar, me
contestó: “Hago negocios seguido con ellos, les caigo bien y les dije que los
dos hablamos el idioma” (“hablamos” era una exageración, como mucho nos
podíamos manejar en un supermercado, pero bueh).
Nos sentamos en un box, miramos el menú, pedimos té
verde y sake para tomar, y una opción de sushi corrido. Por una cantidad
importante de dinero, teníamos vía libre para todo el sushi que quisiéramos
comer. Había mucho de que hablar y por consiguiente mucho por beber y comer.
La luz era lo suficientemente buena para ver y lo
suficientemente tenue para generar un clima calmo e íntimo. A nuestro alrededor
todos eran japoneses. Algunos de traje. Otros en pareja en una cita. Todos
susurraban, a los japoneses apenas se les oye hablar. La música era tradicional
y muy suave. Me sentía en Kill Bill y mi amigo tenía un semblante sombrío.
“No sé por dónde empezar”, me confesó.
“¿Sos feliz?”, le pregunté. Roberto no pudo evitar
sonreír.
- O sea que te diste cuenta.
- Hace años.
- ¿Cómo?
- Saliste con las mujeres más lindas que conozco y no
te importaban…y sos muy loca cuando bailas.
La carcajada de mi amigo cortó el silencio como una
espada samurai y cuando se acercó un mozo, ambos nos disculpamos con un “sumimasen”, sincero y con una leve reverencia.
Mi amigo me acababa de confesar su homosexualidad.
- “Are we ok, then?”, me dijo.
- Obvio, siempre lo intuí y además sos uno de mis
mejores amigos.
Y ahí apareció ella. Hacia la mesa central, se
acercó una japonesa de unos 22 años, corte carré, con flequillo y en bata,
descalza. Dejó caer la bata y se acostó desnuda sobre la mesa, boca arriba. Al
instante vinieron varios mozos, uno le apoyó una máscara que era como las del
teatro, esas mascarillas que te despersonalizan y te hacen un ser neutro,
mientras otros mozos le apoyaban distintas hojas verdes con distintos tipos de
sushi sobre la piel.
“She’s a sushi girl”, me comentó mi amigo. En
seguida muchos de los hombres que estaban de traje, se levantaron de sus boxes,
tomaron sus palillos personales y comenzaron a comer el sushi que estaba
apoyado sobre ella, como una delicada bandeja de piel blanca, pero sin mirarle
el traste o cómo los pechos de la japonesa se iban de costado. Era un acto de
sumisión y algo que se nos escapa, dentro de nuestras convenciones
occidentales. Yo no podía parar de mirar lo que estaba pasando.
“This is not ok”, me salió.
“No, it’s not”, me contestó Roberto. “Lo que no
quita que no sea interesante de testificar”, añadió mi amigo, que habiendo
salido del closet hacía tan poco, no podía parar de mirar el acto hipnótico que
estábamos presenciando. Estábamos en una película de yakuzas y nadie nos había avisado.
Cuando luego de un rato los comensales terminaron,
la chica permaneció acostada, inmóvil, aunque no estaba dormida porque sus
piernas estaban prolijas y no relajadas.
Continué hablando con Roberto, pero cada tanto
miraba hacia la mesa central para ver qué más pasaba. La “chica sushi” había
derrotado el “tema incómodo” a charlar, así que seguimos conversando de nuestra
vida y de quién era la actual pareja de Roberto.
“Era hora de contarte, y además si venís a casa y lo
quiero agarrar de la mano, no me quiero esconder más”, me dijo. Seguimos
hablando de negocios y política exterior, algo de cine y series, hasta que la
chica sushi se incorporó cuando los mozos le retiraron todo de encima. Se puso
la bata y se fue, con la cabeza gacha, no avergonzada sino sumisa ante quienes
la rodeaban: gente de poder dentro de la comunidad, que ya había regresado a sus
boxes, y dos amigos boludones que estaban ahí simplemente por conocer a la gente
indicada.
Tomamos un poco más de té verde, luego de terminar con
el sake y la justa medida de sushi que comimos, y nos retiramos. Roberto pagó
porque siempre paga él. Saludamos a quien atendía la caja (era conocido de mi
amigo) y regresamos por el pasillo decorado en madera. Volvíamos al mundo real.
Juntos caminamos hasta la esquina y en esa misma esquina,
vestida de civil, con un bolsito al hombro, estaba la chica sushi, como
esperando un taxi.
- “Dude, check”, le dije a mi amigo.
- “Go for it”, me mencionó.
- ¿Pero qué le digo?.
- Cualquier pavada. Si le gustás, no importa qué le
digas.
Abracé a mi amigo, nos miramos de manera cómplice y
me acerqué a la japonesa que estaba en la esquina.
- Hola, estaba comiendo en el restaurant…
- Ya sé.
- Interesante…
- Si.
- Hace frío, ¿Querés ir a tomar algo?
- No tomo alcohol.
- “Té verde no te voy a ofrecer…”, le dije, y la frase
torpe junto a mi cara de “estoy haciendo lo mejor que puedo” la hizo sonreír.
“Un café te acepto, así me tomo un taxi sobre la
avenida y no esperamos acá que es peligroso”, me contestó.
Caminamos en silencio. Era todo muy parecido a un
sueño (por lo poco convencional de la situación) y sentía que casi todo lo que
podía decir iba a sonar a trillado, así que me quedé en silencio y simplemente
la acompañé. Caminé junto a ella, entramos a una pizzería, que también servía
café, ella tomó un café solo en jarrito y yo un cortado.
- ¿Tu amigo se fue?, dijo ella para romper el hielo.
- Sí, esta fue una noche intensa.
- ¿Por qué?
- Antes de que aparecieses, me acababa de revelar que
es gay.
- Está muy bien, hay que aceptarse.
- Sí…
No sé por qué pero sabía que eso se terminaba ahí.
En otro momento hubiese construido algo, o hubiese llevado la conversación para
otro lado, pero con el diario del lunes es fácil y en ese momento fue todo así.
- ¿Vos y yo no nos vamos a volver a ver, no?
- No.
- ¿Por qué?
- “Porque hay que aceptarse”, me dijo sonriendo.
“Me voy, porque mañana me tengo que despertar
temprano”, me dijo mientras se paraba y yo seguía medio atónito. “Por lo menos
me podés decir tu nombre”, le dije.
"En el documento dice Cecilia, pero todos me dicen
Kako". Se acercó, me dio un beso en la mejilla y se fue.
Olía a rosas.
A la semana siguiente le quemé la cabeza a mi amigo
para volver al restaurant. Quería ir y pedirle el teléfono de Cecilia a
alguien.
“Los dueños son hermanos y se pelearon. El
restaurant cerró esta semana. Me enteré por uno que va siempre”, me dijo
Roberto.
“¿Y Kako, man? Quiero saber quién es, ver si puedo
salir con ella ¿Y ahora qué hago?”, le dije.
“Recordala”, me contestó mi amigo.
Nunca olvidé esa noche, ni a la chica sushi.
Texto: Leandro Paolini Somers.
Ilustración: Silvio Daniel Kiko.
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